Una de las funciones de los tribunales debería ser la de impedir que la aplicación de las leyes conduzca a resultados absurdos. Un ejemplo es el asunto del borrado por una universidad de datos sobre el juicio que condenó en 1940 al poeta Miguel Hernández. La historia, y la memoria de sus hechos, es un bien mayor que la privacidad de los individuos que intervienen en ella, o nos cargaremos la historia. Para eso no hace falta legislar, basta el sentido común de quienes apliquen la ley. Las normas sobre protección de datos, que están dando lugar a borrados insólitos e irreversibles, deberían ser interpretadas de forma muy restrictiva. Mientras tienen lugar estos desatinos, todos nuestro datos personales, incluidos los de lo que queremos y (casi) lo que pensamos, están siendo procesados y utilizados contra nosotros por un gran hermano al que nadie es capaz de controlar ni pedir cuentas.