Ocurrió en 1992. Era el otoño de aquel glorioso verano en que los Juegos de Barcelona colocaron a España a la cabeza de la modernidad. Un brutal golpe de realidad despertó a un país embobado de éxito y lo devolvió a su negra realidad. En un pueblo valenciano que nadie conocía, y ya nadie olvidará, tres adolescentes desaparecieron misteriosamente camino de una discoteca. Tuvieron que pasar 75 días hasta que se encontraron sus cuerpos y se descubrió que habían sido raptadas, violadas, torturadas y asesinadas. Lo que siguió fue un lamentable circo que puso en evidencia a la Guardia Civil, a los jueces, a los políticos, y, sobre todo, a los medios de comunicación. El pueblo de Alcàsser y España entera quedaron estigmatizados por aquel suceso. Por el recuerdo del trágico destino de las tres niñas Desirée, Miriam y Toñi. Pero, sobre todo, por el comportamiento vergonzoso de una sociedad entera. El principal sospechoso, Antonio Anglés, escapó ante las narices de la Guardia Civil cuando acudieron a detenerle a su casa, A día de hoy, se desconoce su paradero. La instrucción judicial fue un rosario de despropósitos: el sumario se reabrió en cuatro ocasiones, el juicio se celebró cuatro años después sin haber concluido el sumario, la autopsia de los cadáveres fue puesta en evidencia y el único condenado está en libertad desde 2013. Y lo peor de todo, a día de doy, nadie sabe lo que ocurrió. Por si fuera poco, la televisión -en aquel momento, acababan de nacer las privadas- ofreció su peor cara. Un programa en directo de Nieves Herrero el mismo día que se hallaron los cadáveres, con todos los familiares en el escenario, revolvió el morbo hasta la náusea. Se anunció en medio de la función que había dos detenidos, lo que podría haber acabado en un linchamiento por parte de aquel público que pedía el ojo por ojo a gritos ante las cámaras. Un despropósito que fue seguido en los días, meses y años siguientes por los programas de Lobatón (Quién sabe dónde) y, sobre todo, de Pepe Navarro (Esta noche cruzamos el Mississippi). En este último, con la ayuda de un agresivo periodista de investigación (Juan Ignacio Blanco) y del padre coraje de una de las niñas, se llegaron a airear nombres de personalidades que podrían haber sometido a las tres niñas a espantosos rituales satánicos. Sería de un fariseo insultante conformarse con quemar en la piara del desprestigio a las estrellas de la televisión y a un padre superado por el dolor. Aquellos periodistas hoy crucificados alimentaban el ansia de millones de personas que nos sentábamos ante el televisor para estar al tanto de los detalles más escabrosos. En una noche, la audiencia conjunta de Nieves Herrero y Paco Lobatón alcanzó los 30 millones de espectadores, en un país que tenía entonces 40 millones de habitantes. No vale como excusa el damos al público lo que pide, pero nosotros, el público, no podemos salir indemnes. La ahora tan citada película El Gran Carnaval (Billy Wilder, 1951) fue un fracaso en su momento, porque nadie quiere ir al cine para que le muestren lo miserable que es. La misma situación que cuenta la película de hace 70 años la vivimos hace solo tres meses. El niño Julen murió en un pozo del pueblo de Totalán, mientras las televisiones nos mostraban en directo, día tras día, la angustia de sus padres y rompían los techos de audiencia. Hemos aprendido poco de Alcàsser. El mismo documental de Netflix -de factura impecable por cierto- certifica esa avidez nuestra por el morbo, los sucesos escabrosos, el dolor ajeno. Antes ya lo habían hecho, con menos eco, las series El caso Asunta y Muerte en León. Estamos ante una resurrección de un género que ya se conoce eufemísticamente como true crimen, el más demandado. Y si existe ansia, siempre habrá quien la venga a satisfacer. Los encargados de colmar nuestras apetencias y llevarlas a nuestros televisores ya están aquí. ¿Cuánto creen que tardará la miniserie sobre el asesinato de Ardines y «su agitada vida amorosa»? Apostaría que alguien ya escribe el guion.