A veces es difícil sustraerse a las emociones, y realmente tampoco es necesario prescindir de ellas. De las emociones bonitas no queremos huir, que esas nos gustan, las buscamos y cuando las encontramos somos seres bípedos de sonrisa flotante; me refiero a las otras, a las grises, las que se nos clavan como un puñalito en el costado, que nos dejan respirar pero son hirientes. En ocasiones son heridas; en otras, picaduras de mosquito; pero siempre molestas.

En esta categoría impopular, me detengo hoy en las emociones negativas colectivas, esas que se sienten y se sobrellevan como un dolor de muelas compartido. Y quienes somos malaguistas nos llevamos un palo gordo el pasado fin de semana. Tras concluir la temporada regular como un cohete, la fase de ascenso a Primera División ha resultado un mal sueño, brusco y tajante, de los que no te da tiempo a asimilar.

Y bueno, a muchos equipos les pasan y les pasarán circunstancias parecidas, es ley del deporte y la competición que unos ganen y otros pierdan: lo increíble en esta ocasión ha sido la respuesta que dio la afición al chasco, respuesta que ha recorrido periódicos y televisiones del mundo entero, y que habla de una grandeza rara de la que no puede uno menos que sentirse orgulloso: porque el hecho de que el Málaga pierda el tren a Primera y los jugadores queden noqueados, rabiosos y desconsolados es tan normal como que la afición exprese ira, rencor o enfado. Lo que ha resultado extraordinario es ver a esas gradas consolando, animando y aplaudiendo al equipo y al cuerpo técnico, no en un ejercicio de huida hacia adelante, sino en un tono de empatía y triste alegría como nunca se ha visto.

Tiempo habrá de analizar esta reacción generosa y espontánea, que habla de una afición que se crece en la adversidad, que va más allá de competir y encumbra el esfuerzo, la solidaridad, ser simple y llanamente malaguista. Hemos sembrado ilusión donde había frustración, y eso es algo muy sabio, mucho más que ganar, perder o empatar. Es una lección hermosa.

Ahora, la temporada se termina y el césped empieza a oler a salitre y espetos. La playa reclama su atención, las tumbonas y los chiringuitos nos esperan con promesas de sangría y paella. También huele a campo, a pueblo de atardeceres eternos, a buena y abundante comida. Incluso a destinos más exóticos, a aeropuertos repletos y estaciones a rebosar. Hay que moverse de la grada, nos esperan otras emociones. Muy pronto nos encontraremos de nuevo.

Y otra vez querremos un equipo como este. Que, aunque se vayan algunos, los que vengan lo hagan tan bien como ellos o incluso mejor, porque los futbolistas van y vienen, pero la camiseta se queda, colgada en el vestuario, hasta que a finales de agosto vuelva ser descolgada de su percha para meterse una pechá de kilómetros. Un equipo que corra, funcione como un reloj y vuele como una golondrina, que triangule y juegue con el espacio, que juegue con tesón, ponga en el partido coraje y corazón y luche con firmeza, y por eso, con sus gritos, le anime la afición.

La función se termina, es hora de bajar el telón y pasar a ese otro fútbol en el que los regates, las fintas y el tiempo añadido también cuentan: es el momento de los fichajes, los rumores y las negociaciones. Sonarán nombres, dejarán de sonar otros, algunos llegarán a última hora y otros se nos harán más familiares.

Mientras tanto, vivamos la emoción de pertenecer a una afición de ciencia ficción, que parece que la ha creado un guionista en un día inspirado. Porque es de cine lo que se vivió en las gradas de la Rosaleda el pasado sábado, porque a veces lo colectivo también sabe elevarse y distinguirse, hacerte mejor persona y situarte en la creencia de que otros tendrán más títulos y más millones y venderán más camisetas, pero hay momentos que valen más que los trofeos, hay sensaciones que te mecen y te hacen sonreír de forma inesperada. Y eso tiene un nombre desde hace miles de años: se llama magia.