En el plan de estudios de la Escuela de Arquitectura existía una asignatura de Economía de la cual he olvidado casi todo, a pesar de los desvelos de don Joaquín Mencos, su profesor. Bueno, casi todo: recuerdo con nitidez la lección sobre la oferta y la demanda, en lo que constituye un estupendo caso del valor didáctico de los ejemplos. Cuando evoco su frase «en el desierto, donde solo hay sol y moscas, la sombra se convierte en un bien económico», las palabras «sol y moscas» resuenan en mi mente con el peculiar tono de voz de don Joaquín como si su clase hubiese sido ayer mismo.

La anécdota viene a cuento acerca de una reciente discusión sobre el proyecto de reforma de la Alameda, ya en su recta final. En ella, un interlocutor tan bien informado como imparcial discrepaba con quien esto escribe pues, como quizá recuerden, en anteriores ocasiones he escrito que el peatonalizar los laterales y no el centro es un error y una oportunidad perdida. «Es que en el centro no hay nada de interés», argumentaba mi amigo tuitero, que no asistió a clase con don Joaquín. A estas alturas del año, en las horas centrales del día, un sol inmisericorde cae a plomo sobre los laterales, quedando resguardado el espacio central por la sombra de los ficus, sombra que solo los automovilistas pueden disfrutar. El resto del tiempo, las fachadas ofrecen algo de umbría en la superficie cercana a los edificios: precisamente ahí donde se prevé colocar terrazas para bares y cafeterías.

Lo que no está destinado al automóvil y a la hostelería es el espacio que le resta al peatón.

He aquí el sol y moscas de que hablaba don Joaquín.