Los políticos tienen la culpa de todo. Alguien se quejaba de la falta de limpieza en las playas tras haberse pasado la noche de San Juan bailando la danza de los plásticos. El amanecer del 24 de junio descubría unas playas invadidas por los desechos de una juerga que pretende quemar lo peor de nosotros mismos. En realidad, una parte de lo peor de nosotros mismos se queda flotando en la orilla con la inercia redundante de las olas y la otra permanece en el interior con la tozudez de una resaca.

El ciudadano no tiene conciencia de su propia responsabilidad. La tendencia a culpar a otros que nos han inculcado los medios de comunicación, las nuevas redes sociales y el victimismo político nos absuelve de toda culpa. Nunca ha sido tan sencillo encontrar un júa dispuesto a purgar nuestras desdichas. Es como una nueva religión: Venid a mí aquellos que no queréis resolver los problemas, que yo os aliviaré. La sagrada política, ya sea de izquierda o derecha, moderada o extrema, de arriba o abajo nos ha convencido de que la culpa de todo lo malo que ocurre la tiene el contrario. Un tedioso partido de tenis en el que contemplamos un peloteo interminable. Y nosotros, mientras tanto, sin mover el culo del asiento.

Igual que aquel resacoso bañista del primer párrafo, he conocido a defraudadores discutir airadamente por la corrupción política. Mentirosos quejarse por la falta de sinceridad de los gobernantes. Políticos insultados por individuos desinformados. Ignorantes desafiando a lingüistas por criticar el mal entendido lenguaje inclusivo. Buenas voluntades vilipendiadas por regalar parte de su riqueza en forma de aceleradores lineales de electrones que ayudan a curar el cáncer.

En la estrategia de echar la culpa al contrario siempre ganan aquellos con la voz más potente. Siempre ganan los que han logrado arrancar el criterio de la ciudadanía. Los que se apoyan en una comunidad cada día más inocente, más inculta y con el menor interés por adquirir criterio. Y cada vez son más. En Estados Unidos, por ejemplo, ya tienen hasta un presidente armado de un twitter que escupe culpas de racimo sobre la ignorancia generalizada.

El secreto de la exitosa serie Juego de Tronos, no era otro que mostrar el culto a la manipulación que detentan los poderosos. La estrategia de usar la ignorancia de las masas para acometer batallas personales contra el opositor, culpándole de todos los males del pueblo, con la única finalidad de ocupar el poder. El poder es mucho más que la facultad de gobernar. Es la responsabilidad de acrecentar la riqueza del pueblo, ya sea económica, cultural o solidaria. Desgraciadamente los tronos están forjados de espadas de hierro que oxidan cualquier redención.

Por eso, cuando leo noticias como la de la Asociación de Vecinos del Palo (con mayúsculas), unidos en la causa de mantener sus orillas limpias de plásticos y desechos tras la noche de San Juan, me descubro el desánimo. La única forma de construir una comunidad en equilibrio, honesta y creciente es comenzar por los cimientos, es decir, por uno mismo. El ciudadano debe tomar conciencia de que la responsabilidad de un buen gobierno, de una deseable convivencia comienza desde su propia frontera.

Estoy convencido de que el ejercito de los muertos en Juego de Tronos no representaba sino a la propia tierra espoleada, por instinto de supervivencia, a destruir aquellas especies obstinadas en acabar con ella. Si la voluntad de las gentes no lo remedia, el planeta, enarbolando el cambio climático, volverá a desterrar a los dinosaurios.