No voy a entrar en la diatriba de si aquello era mejor que esto. Les cedo a ustedes las valoraciones, el juicio y el ardor del debate. Pero donde sí que van a ver mi pronunciamiento será a la hora de reivindicar la clara evidencia de que, les guste o no, aquello no era lo mismo que esto. Y me refiero al chiringuito, a su concepto, al de toda la vida de Dios, al de Georgie Dann. El chiringuito de entonces no es el de ahora. Es más, lo de ahora no es ni siquiera chiringuito. Es otra cosa. Que sí, que vale, que todo evoluciona, que los tiempos cambian, renovarse o morir y tal y cual..., pero que no. Lo que altera la esencia nunca puede considerarse como evolutivo, sino como sustitutivo. Ya lo enunciaba el brocardo cuando servidor estudiaba Derecho en Granada: Salva rerum substantia, nos decían. Echen la vista atrás, observen y rememoren, ustedes son sus mejores testigos. Allá por mi niñez, por lo pronto, recuerdo que los chiringuitos nacían a pie de playa, sobre la arena, sin sobrepasar los linderos de lo que, hoy por hoy, denominamos paseo marítimo. Aquellas estructuras afloraban de forma natural como elementos meramente funcionales: un cercado de cañizo por aquí, un techado de hojas de palmera por allá, una barra metálica, cerveza fría, sangría, paelleras y congeladores de Frigo o Camy. Entre los polos de hielo, recuerdo, así a bote pronto, el Frigopié y el Frigurón como estrellas indiscutibles del verano. Un poco más formal, pero tampoco mucho más, también se presentaba aquel limonazo congelado de cáscara dura que, relleno de helado, concurría con ansia proliferante a lo largo de cada metro cuadrado de las costas de España. Si ése llegara a ser el limón aquel que cantaba Kiko Veneno y que le lanzaron a la frente, para mí que no lo contaba. Y alrededor de todo esto, de fondo, por supuesto, porque la banda sonora es siempre el cincuenta por ciento de la película, un soniquete veraniego y pegadizo. All my loving, por ejemplo. Pero no la originaria de The Beatles, sino, más bien, la versión de Los Manolos. Ya saben: «All my loving, nainonainoná». Toda aquella cocción terminaba por aderezarse con un imprescindible y continuo repiqueteo de fichazos de dominó sobre las mesas que nunca llegaba a cesar del todo. En cuanto al aliño indumentario, yo nunca he sido ni seré de comer sin camiseta pero, por aquel entonces y en aquellos mentideros, no resultaba difícil encontrarse a personajes de tal guisa. La gente saltaba de la playa y, con el pelo todavía chorreando, se apalancaba en la barra para confraternizar con la cerveza o el tinto de verano, según costumbres. Salvo paella y espetos, poco más había, pero tampoco se necesitaba. Por poder, se podía llegar hasta descalzo. Total, la arena no marcaba lindes entre el chiringuito y la playa. Pero, en cualquier caso, sí que recuerdo que era preferible acercarse en chanclas por las astillas que pudieran acechar en los tablones que, a modo de improvisada solería, se colocaban en el perímetro del cortijo. En torno a los noventa, las emisoras de radio de aquellos chiringuitos daban alegría al cuerpo de Macarena y, entre sardinas y tubos, nos ofrecían, comentarios sobre la Expo de 1992, los Juegos Olímpicos de Barcelona y la cansina y repetitiva cantinela de González, Felipe, y su Plan de Convergencia. Pero el mundo ha cambiado. Aquello pasó. Hoy por hoy, lo que nos encontramos son auténticos restaurantes a pie de playa que, salvo por la ubicación, apenas nos vinculan con los chambaos de entonces. Hoy todo son parques temáticos sin identidad, es muy difícil marcar la diferencia entre una costa y otra. Ya no escucho a Los Manolos, ni me paro en el futbolín, ni me tomo un limonazo helado de postre, ni veo a la gente con el pelo mojado sobre la barra de cañizo. Quizá lo de ahora gane en pos de la calidad, no digo que no. Será más correcto, más formal, más legal, más cómodo incluso. Pero pasa como con los coches. Ya sé que el último modelo de Audi está bien, pero si me topo con un Seat 600, qué quieren que les diga, se me salta la lagrimilla.