Si fuera por lo que uno escucha en la tele, o lee en algunos periódicos y por lo que se escribe y divulga con mayor rapidez en las redes, uno podría pensar que no estamos en nuestro mejor momento como sociedad. Al menos no en el más racional y sosegado. En la televisión todos los días encontramos alguna declaración de cualquier importante cargo que nos deja boquiabiertos, estupefactos, sin palabras. Se dicen ahora cosas que hace tiempo -demasiado poco- serían impensables, pero no porque haya avanzado la libertad de expresión sino porque ha retrocedido el respeto y el tacto, la prudencia y el decoro, la responsabilidad y la empatía.

Se redactan a veces las noticias con palabras a las que se les saca el filo golpeando con un corazón de piedra y se lanzan luego como dagas contra los ojos de los lectores para volverlos ciegos o envenenar su mirada. No parece que se trate de retransmitir o plasmar lo que sucede en el mundo, sino de cambiarlo o de que no cambie, según en qué parte, según el momento. La importancia viene envasada al vacío, con estadísticas edulcorantes, y ácidos titulares que disuelven la información hasta dejarla en los huesos de la opinión, de la verdad, de lo que se pretende.

En las redes impera el grito y la efímera urgencia del protagonismo. Todo molesta, todo irrita, todo es prioritario y todo luego se olvida. Pasa la información como a través de una trituradora de pirañas que muerden, mascan y tragan todo lo que se les eche veinticuatro horas al día. Y otra vez hambrientas mañana. Y puede que no haya otra manera de digerir la cantidad de datos que se nos vuelca, puede que el único mecanismo para no ser aplastados por todo lo que pasa sea que no nos importe nada. Pero entonces, es que ya hemos sido aplastados.