Vivimos una era de estruendos. El ruido gusta más que el silencio aunque éste, como escribe Alain Corbin, no es sólo la ausencia de ruido. Es como si los occidentales nos hubiéramos olvidado de ello, cuenta el historiador francés en su último libro. El silencio tuvo tiempos mejores, por eso alcanza cierto murmullo evocador en los que corren. Al silencio se le tiene miedo, como todo aquello que supuestamente predispone la soledad. La soledad es la voz que no encuentra oído y el oído que no encuentra voz, decía Ruano. Pero en la historia el silencio ha sido alguien y ahora es nadie porque el ruido se ha ocupado de acallarlo y hacerlo menos intenso que cuando presagiaba el sentimiento duradero y la cercanía de la muerte. Todavía hay hombres y mujeres que meditan y visitan tumbas, enamorados que se miran a los ojos y callan, pero como explica Corbin son viajeros arrojados a una isla de costas escarpadas a punto de quedar desierta. Después de seis volúmenes y casi 4.000 páginas culmina la publicación en español de las memorias del escritor noruego Karl Ove Knausgard, una epopeya que requiere lectores titánicos dispuestos a rendirse a la hipnosis del hiperrealismo doméstico más emocionante de la literatura moderna. Los mejores días para hacerlo son esos domingos que el silencio estira a su antojo. Knausgard reflexiona sobre él y la muerte en el sexto libro de Mi lucha: «La muerte, la restituidora del gran silencio, es también algo fuera de lo humano, tampoco puede nunca presentarse ante nosotros, porque en el momento en que nos alcanza dejamos de existir, más o menos como lo lingüístico deja de existir cuando lo alcanza lo no lingüístico». Esto de lo lingüístico y lo no lingüístico sucede con frecuencia en estos días en que exabrupto y ruido han alcanzado de lleno a la palabra y al silencio civilizado donde descansa.