Hay una erudición brillante que a veces extasía en cenas y tertulias y es la erudición que encierra la historia de los hombres. Conocer el destino de los amantes de Popea, los ritos fúnebres de los etruscos, los vicios en la Revolución francesa, los pasos de un complicado pleito entre dos casas nobles del XVIII, o los intríngulis del Vaticano en lo que va de siglo, despierta curiosidad, fija la atención, divierte lo inusual y es celebrado por todos -doctos o catetos- en cócteles y saraos. Es una clase de erudición que está muy por encima del ¡Hola! o de los programas de cotilleo y que de alguna manera cose la memoria de nuestra civilización. Pero tiene en común con los demás que participa de las pasiones -altas o bajas- del género humano y en ese punto todo el mundo se encuentra: de ahí también su éxito social cuando lo tiene.

Pero además, hay otras erudiciones, otros saberes que llaman poderosamente nuestra atención: la música, o la entomología, o el conocimiento de los pájaros, por ejemplo, también nos sorprenden y participan de la celebración de la naturaleza y de nuestro lugar en ella. El hombre, desde siempre, ha puesto ritmo y luego armonía al caos de la naturaleza. Y la ha clasificado y ordenado tejiendo con ello el espíritu de la civilización. Por eso cuando alguien distingue un escarabajo de otro no tanto por su morfología sino por su nombre y en latín, lo escuchamos como los antiguos debían escuchar a un druida. Lo mismo ocurre entre quien conoce las especies de los pájaros y nos ilustra con la descripción de su plumaje o el tono de sus trinos, comparándolo con otros de Asia o de América del Sur. Todo lo que diga, hipnotiza.

Hace poco más de un cuarto de siglo, tras un cambio de casa, estaba leyendo tranquilamente en un sofá, cuando un pájaro chocó contra las cristaleras de la sala. Me acerqué, lo vi moviéndose en el suelo y salí al parterre a reanimarlo. Al cabo de unos minutos se apartó de mi mano y alzó el vuelo. Poco después volvía a chocar contra la cristalera. Pensé que este pájaro siempre había visto la casa con las persianas cerradas y ahora, el efecto túnel de luz -al otro lado había otra cristalera que daba a un patio- lo atraía fatalmente. Esta vez voló solo y subí a la biblioteca a buscar en un libro sobre pájaros mediterráneos y hallar en sus páginas al kamikaze. Lo encontré; no recuerdo su nombre, pero lo apunté en una nota del dietario.

Un par de años después se publicó el tomo aquel del dietario y recibí un pequeño libro y un carta de un poeta al que no conocía personalmente: Antonio Cabrera. En ella me explicaba que el pájaro con afición al choque vítreo no podía ser el que yo nombraba en mi Diario sino otro del que ya tampoco recuerdo el nombre. A renglón seguido me decía por qué era el suyo y no el mío y lo decía con esa mezcla de luminosidad y cientifismo del que ama y conoce bien un aspecto de la naturaleza. Me gustó aquella breve carta: su corrección era respetuosa y afectiva; me gustaron sus poemas y, si no recuerdo mal, le agradecí ambas cosas. Con el tiempo fui conociendo más su poesía y cuando obtuvo el premio Loewe pensé en el poeta que sabía mucho más de pájaros que yo, que sólo soy un aficionado, y corrí a leer su libro premiado, En la estación perpetua.

He escrito 'yo' y en los años en que la llamada poesía de la experiencia y el 'yo' barrían el panorama poético español, Antonio Cabrera se distinguió por diluir su yo en el paisaje mediterráneo; por hacerlo invisible destacando lo verdaderamente importante, el alma de la naturaleza y la metafísica de la misma. Los pájaros eran sus emisarios; su canto, gestos, vuelo o mirada, la hermenéutica de su poesía.

Hace año y medio leí una entrevista que le hizo en El Mundo el poeta y también Premio Loewe Antonio Lucas. Por ella supe que Antonio Cabrera había sufrido una caída que lo había encerrado para siempre en la cárcel de un cuerpo inmóvil. Pero sus palabras no representaban ese horror, bien al contrario. El humor y la esperanza en la poesía seguían ahí, como los pájaros, acompañándolo. Estamos hablando de un poeta que no podía mover ni un dedo para escribir.

El sábado pasado, mientras paseaba por el campo, escuché junto a una fronda de plateros el canto de un ruiseñor. Me detuve para disfrutarlo y caí en la cuenta de que no era uno solo el que cantaba, sino dos. Hacía años que no escuchaba a un ruiseñor y menos a una pareja coqueteando y fui feliz. Y por serlo y oír aquella música di gracias y al cabo de un rato continué mi camino: la belleza también hay que dosificarla. Lo que no supe entonces es que en esas horas Antonio Cabrera ya estaba muriéndose y lo que yo escuché debía de ser uno de tantos homenajes que los pájaros le hacían a su mejor cantor de entre todos nosotros. Continuarán haciéndolo al amanecer y al caer el día, los días que nos queden y los que no. Y ya no podremos escucharlos nunca, sin acordarnos de la poesía de Antonio Cabrera.