"No vales ni para peón caminero". Era la advertencia de nuestros padres, hace unas décadas, cuando las notas flojeaban. La figura del peón caminero, la profesión más baja en la escala laboral, fue creada por Fernando VI en el muy simbólico año 1789 para la limpieza de los caminos. Cada peón se encargaba de mantener impoluta una legua (unos 5,5 kilómetros) y solía vivir en una caseta construida a tal efecto en la cuneta. Eso ocurría en el campo. En las ciudades, el estrato más bajo de la sociedad lo ocupaban los botones y las asistentas. Hablamos siempre, claro está, de trabajos legales. Estas profesiones continúan y los nuevos botones son los mensajeros y las asistentas son las kellys (las que limpian). Parecía imposible, pero una nueva categoría de proletarios (los que venden su fuerza de trabajo a la burguesía) les ha arrebatado a peones, bonotes y kellys tan desgraciada posición. Ahora, el más bajo escalón lo ocupan los rider.

La nueva economía se ha beneficiado en las funciones más sofisticadas de la automatización, y en ella ha hecho la gran inversión. Queda por automatizar, probablemente porque es la más barata, la figura que se encuentra al final del proceso: El jinete de la bici, el ciclista.

Es quien culmina el trabajo de los algoritmos pedaleando por la ciudad, porteando una pesada mochila al lomo, para que la comida deseada -o lo que se le demande- llegue a nuestras casas en un clic. La muerte en accidente del joven nepalí Pujan -nada más se sabe de él-, mientras repartía comida en Barcelona para la empresa Glovo, ha destapado todo un submundo. Ha sacado a la luz un negocio subterráneo de trapicheo de licencias. Cuanto más trabajo se saque de una licencia, más contenta estará la empresa; da igual si lo hacen entre dos o entre tres. Hemos sabido que cobran unos 5 euros por viaje y que en cuatro horas de trabajo pueden ganar hasta 17 euros. Eso sí, ni vacaciones, ni seguro médico, ni ninguna ventaja social. Que por qué no se organizan. Sencillo.

La mayoría de ellos se encuentran en España de forma ilegal, son inmigrantes sin papeles o refugiados a la espera de que se les tramite el permiso de residencia. Cuanto menos se sepa de ellos, mejor. Obviamente, no es solo un problema de España, pero estamos a la cabeza -para mal- en número de riders, junto con Gran Bretaña y Francia. En este último país es donde la situación comienza a ser más conflictiva, según explicaba la pasada semana The New York Times. Se calcula que hay unos 20.000 jóvenes trabajando en el reparto de comida en bicicleta. En España ignoramos hasta el número, pero nos consta que son muchos.

En el mencionado reportaje, Aymen Arfaoui, un joven inmigrante, explicaba su caso. Tras abandonar Túnez -su país natal, que atraviesa graves problemas económicos-, junto con cientos de personas que venían de Libia, llegó en barco hasta Italia, se escondió en trenes de mercancías, en los que llegó a París. En la capital francesa ha solicitado asilo, pero la burocracia es pesada y, mientras tanto, necesita vivir de algo. «Conocí a un tipo -cuenta el adolescente- que me alquiló su cuenta de Uber Eats por 100 euros a la semana».

Trabajando hasta 13 horas al día, consigue unos 200 euros semanales, la mitad para pagar la cuenta realquilada y la otra para vivir. «Es mejor que robar, vender droga o mendigar», concluye Aymen. Cuando Aymen -o alguien como él- nos lleve la comida a casa, el algoritmo de la compañía de reparto nos pedirá que valoremos el servicio.

De las estrellas que le demos dependerá su futuro como rider y seremos parte -¿cómplices?- de esta nueva economía que mueve el mundo.