Han escondido tanto «Españoles por el mundo» que debería llamarse Españoles por la madrugada. Lo han escondido tanto en la programación que hasta escribimos mal su nombre, dado que en realidad el programa se llama Españoles en el mundo. Usted y yo creíamos otra cosa, ciertamente.

La otra noche vi un capítulo. O episodio o entrega, como quieran llamarlo. Dinamarca. Españoles en Dinamarca. En efecto, yo también pienso que qué diantres se le ha perdido a alguien en Dinamarca. Pues resulta que son felices. Pese al frío y al riesgo cierto de tener que ir de un lado a otro en bicicleta. Yo fui a Dinamarca en 1992, cuando nadie iba allí. Ahora va todo el mundo. Te cruzas con el vecino en el ascensor, qué tal, buenos días, pues nada aquí que voy a Dinamarca, ah, qué bien, yo a por el pan y un cacho queso. Buenos días.

Yo fui antes. De mochilero, a beber cerveza con emparedados de pepinillo y salmón frente a las fachadas coloridas en Nyhavn, Copenhague. De joven, a veces, uno viaja (o fornica) solo para contarlo. De mayor, solo por escribirlo. No es descartable que esté escribiendo este artículo solo para comunicarles, no se les vaya a olvidar, que uno ha sido mochilero y viajero y ha hollado y conocido el viejo continente de Bretaña a Constanza, pasando por Munich. Más bien pasando por infames catres, desvencijados trenes, hostales de todo pelaje, nubes, ríos, barcazas y coches de alquiler. Una noche robé una estrella.

La Dinamarca de Españoles en el mundo, o por el mundo, es bella y civilizada, culta y amable. Con un idioma endiablado en el que cerveza suena como un pequeño eructo, lo cual a lo mejor es más práctico que en castellano. Terminas el botellín, pegas un eructo y te ponen otro. Las viviendas son asequibles, la contaminación escasa y todo el mundo está bueno. Le dan ganas a uno, en efecto, de irse a Dinamarca. Una semana. Sale una arquitecta que está diseñando un colegio para Zaragoza. La globalización era esto, supongo. Tal vez a esta hora hay un ingeniero en Móstoles diseñando una estación para Berlín. También sale un museo vikingo en el que se explica como las incursiones feroces para arrasarlo todo llegaron incluso a Sevilla. Ahí es nada, centenares de tíos rubios de dos metros, con espaldas como armarios y espadones remontando el Guadalquivir, bramando y pegando gritos con el torso desnudo. Luego se quejan de las despedidas de soltero. Por el mundo.