Transitar el estío. Que, peligrosamente, puede ripiar con hastío. Estás en el centro de salud y pides una cita para «niño sano» con el enfermero correspondiente, ya cumplidos tu bebé los seis meses. ¿No tiene la tarjeta sanitaria del bebé? No la encuentro. Pero tiene mi DNI y me ha hecho usted ir a mi casa para traer el Libro de Familia. Compruebe el nombre de mi hijo en el ordenador, por favor, sólo eso, y ahí verá su número y verá que ha pasado todas las consultas establecidas de «niño sano» con su pediatra, desde su primer mes de vida, en este centro de salud... Pero qué intención perjudicial para el bebé puede haber en pedir cita para la preceptiva revisión de los seis meses...

Mostrador

Un trabajador del SAS, como cualquier otra persona de la función pública, está para servir al ciudadano. No servilmente, pero sí con la dosis de ayuda justa y necesaria. Más si ese trabajador o trabajadora trata con alguien necesitado de atención sanitaria para sí o para su familia. Una persona que pregunta en un hospital por alguien o por algo, siempre que no traspase el límite del respeto al otro al hacerlo, es una persona necesitada de una palabra amable que, probablemente, esté en un estado de vulnerabilidad o preocupación. Merece una atención comprensiva por parte de quien trabaja allí para ayudarla. Pedir una cita para tu niño de manera presencial, tras haber superado la yincana diaria sólo para estar en la cola del mostrador del centro de salud, merece un poco también. Y en ese pensamiento te abstraes esperando confirmar día y hora cuando otra administrativa se acerca a la compañera que está imprimiendo ya el papelito y dice -te lo dice a ti, aunque mirándola a ella-: Veremos si con los recortes le dan enfermero en verano... -Pues que me den medio enfermero, le recorto yo.

Insolidarios

Tengo el resorte engrasado. Los meses de hospital con mi madre, de prueba en prueba y de consulta en consulta, hasta que el diagnóstico fue inapelable, me afilaron el colmillo, para mi mal y el del buen salvaje de Rousseau. Esos meses me encontré en la sanidad a personas loables, imprescindibles como los del poema de Brecht, que anteponen su condición humana a la de trabajador «explotado». Pero también con otras que sólo miraban a aquella anciana como una molestia más en su circunstancia laboral. Me hablaban de sus propios problemas, de sus horarios, sus rutinas y sus derechos sindicales mientras empujaban el carrito o la camilla con mi madre. Yo me asfixiaba sin organizar mis horarios e intentaba compaginar conciliación, trabajo y problemas personales que, por supuesto, me solían parecer, subjetivamente, mayores que los que aquellos trabajadores me contaban sin que yo, profundamente preocupado por mi madre, les hubiera inducido a que lo hiciesen.

imprescindibles

Pero estas cosas no se suelen contar. No se escribe que las personas que anteponen su condición humana a su perfil laboral suelen trabajar mejor, pero también más, por culpa de quienes entre sus compañeros no lo hacen. Pero se debe. Cuando se recrimina su falta de empatía y su ausencia de valor añadido a quienes no nos ayudan, dentro del margen que cada uno tiene, no se traiciona nada ni a nadie; lo que se intenta es poner en valor a quienes sí lo hacen para que no pasen desapercibidos su esfuerzo y su condición, ni el hecho de que suelen trabajar con mayor riesgo de quemarse antes por agotamiento y corporativismo mal entendido. Imprescindibles.

Chatino

Algo tiene que ver con eso esta reflexión: «Realmente creo que la dificultad de los tiempos en que nos tocó hacernos adultos nos hizo más fuertes. Y ahora -en general, porque siempre hay excepciones- solo se piensa en los derechos: se quiere solo la parte ancha del embudo».

Se podrá decir que Arturo Fernández era un antiguo, pero yo, que ya le admiraba hace años cuando le entrevisté sobre las tablas del teatro Alameda, y aun pensando distinto en algunas cosas, sé que fue un trabajador incansable a la par que empresario teatral de los que no quedan casi. Y que no sólo hizo de sí mismo. De su talento hablan con creces aquellas películas suyas del noir español de los años 50 (Un vaso de whisky, Distrito quinto, A sangre fría (así titulada cinco años antes de la novela de no ficción de Capote). Me hablaba mucho de su madre, hermosísima, con admiración edípica. Menos de su padre, militante de la CNT de quien heredó la fijeza al mirarte. Y siempre, siempre del teatro. Rescato esto de una entrevista a la revista de la AISGE: «El teatro requiere capacidad de sacrificio. No son las dos horas de función; son las giras, la soledad de los hoteles, los ensayos, la obligación permanente de cuidarte porque no hay posibilidad de posponer la actuación... Sacrificios que sólo te compensan si realmente amas el teatro y crees que un actor solo merece tal consideración si ha pisado sus tablas».

Casi sobre ellas se ha muerto, con 90 años y su mejor traje. Merece la pena recordarle... Porque hoy es sábado.