La prensa de hace unos días recogía la muerte solo y en plena calle de Juan G.L., noticia que apenas ocupaba una veintena de palabras en las páginas de sucesos.

Juan era un indigente del grupo de los sin techo que puebla nuestras ciudades. A nadie de los que leyeron la noticia le causó la más mínima desazón. Los pocos amigos que Juan tenía no leen los periódicos.

Al igual que sus compañeros de infortunio, la vida de Juan tuvo una época de sueños e ilusiones, que ni él mismo recordaba. Su juventud y madurez no distaba mucho de la del resto de sus vecinos. Juan cursó estudios, tuvo un trabajo remunerado, una casa donde vivir y una familia que le arropaba.

Los reveses de la vida quebraron su endeble economía, y los problemas que de esta precariedad se derivaron acabaron con sus relaciones familiares y de amistad.

Sin una red que pudiera frenar su caída Juan acabó en la calle, arrastrando una maleta en la que cabían todos sus enseres.

La adaptación a su nuevo medio no fue fácil. Poco a poco se esfumaron las posibilidades de trabajar y fue perdiendo los escasos recursos que le quedaban. Y lo más importante: fue perdiendo la esperanza en la vida y su dignidad como persona. Abocado a la mendicidad, la subsistencia era su único objetivo vital cada mañana.

Junto a un centenar de desheredados la vida de Juan transcurría entre el deambular callejero, el rebuscar en las papeleras y contenedores de basura, y refugiarse a pasar la noche en aquellas zonas que los indigentes ocupan habitualmente.

Cuando la vida se les hace especialmente difícil, Juan y sus compañeros acuden a los centros municipales o a las instituciones sociales en busca de ayuda.

Cruz Roja Española es una de esas instituciones. Tres días a la semana sus voluntarios recorren las zonas en las que se agrupan los indigentes para repartir algo de comida caliente, ropa y productos de higiene; se interesan por su salud y les ofrecen una ayuda asistencial básica. Pero sobre todo hablan con ellos, les llaman por su nombre, e intentan devolverles parte de la dignidad perdida.

Ellos, desde sus habitáculos de cartón y plástico, les devuelven una sonrisa que brilla en la noche como una estrella fugaz y las palabras de agradecimiento que emanan desde ese rincón inhóspito donde dormitan les animan a seguir con su trabajo.

En el Centro Municipal de Inclusión Social de Marbella, el trabajo de voluntarios y técnicos de Cruz Roja ha permitido a varios de los sin techo integrarse de nuevo en la sociedad, demostrando que el retorno a una vida digna es posible.

Tan solo hay que tenderles una mano amiga a la que puedan agarrarse y evitar, entre todos, que la historia de Juan se repita.

* Luis Utrilla Navarro es presidente provincial de Cruz Roja Española