Cuando los diputados de la nueva legislatura estén ya a punto de cobrar su tercera nómina, hablaremos del Gobierno. Pedro Sánchez lleva adherido a aquella eterna promesa incumplida de Tip y Coll desde que, va ya para un mes, recibió el encargo de formar un nuevo Ejecutivo. Los procedimientos institucionales están marcados por los mismos ritmos y posibilidades dilatorias que en los tiempos de la televisión única en blanco y negro, cuando todo fluía de otra manera. Cambiar eso es una reforma legal urgente, vista además la tendencia del sistema al bloqueo. Pero la primera tentación de quien se adueña del reloj en las urnas es la de jugar con los tiempos, también con los del país, y poner el calendario a su favor. Sánchez tiene ahora tres semanas más para buscar apoyos. Con un plazo tan laxo, se evapora la posible presión que pudiera generar el hecho de poner fecha a un proceso que carece de regulación temporal. Eso significa que seguirán reproduciéndose, más allá del hartazgo ya alcanzado, posiciones tan conocidas como, en casos concretos, inamovibles. Pese al nuevo margen que ahora se autoconcede el candidato, resulta muy dudoso, vistas todas las posturas ya fraguadas, que de este proceso pueda salir un Ejecutivo con garantía de estabilidad.

La investidura es apenas un primer paso, al que seguirán los presupuestos, que aunque no sean ya los de 2019 tendrán que ser los de 2020. En ese trance ya se hundió el Gobierno y Sánchez no puede esperar ahora apoyos más allá de los que tenga para la investidura, con la alta probabilidad de que algunas abstenciones se conviertan en demoledores rechazos. La deriva de Ciudadanos lo aleja de su disposición adaptativa, que le permitió, pese a las críticas por su volubilidad, convertirse en pieza necesaria en otros momentos. Sobre el escenario político hay ahora actores con prisas muy visibles, para los que los cuatro años de legislatura resultan un tiempo de espera excesivo, tan largo como para anhelar un Gobierno de corta vida.