Las pasadas elecciones están dejando lecturas claras de las que nadie extraerá conclusiones acertadas cuando se trate de votar en las próximas, que igual no están lejos. Entonces, mucho me temo, todo volverá a ser prácticamente igual que ahora. Una de esas conclusiones es que fracasará estrepitosamente cualquier intento del elector de que los políticos se pongan de acuerdo entre ellos sobre los principales asuntos que afectan al país. Esta política italiana sin italianos capaces de gestionar un parlamento es una caja de resonancia inútil, una fuente de conflictos debido a las ambiciones, los vetos, la estrategia a corto plazo y a la disidencia interna. Tenía razón el expresidente Felipe González cuando en 2015 avisaba del riesgo de la fragmentación. Las condiciones que impone el diálogo resultan más complicadas cuando son cinco los obligados pactar entre sí en vez de dos que apenas tienen nada que dilucidar. El reparto del poder dificulta el acuerdo hasta caer en situaciones grotescas. La llamada nueva política llegó con la excusa de mejorar las cosas y éstas han empeorado. Sigue habiendo dos bloques enfrentados y, además, otro par de ellos supuestamente afines que no se ponen de acuerdo entre sí: su principal objetivo es el hegemónico. Aquí nunca habrá alemanes para formar un gobierno de coalición cuando las circunstancias lo requieren, ni mucho menos italianos para un pentapartito. Tampoco para atender aquella máxima de Talleyrand de que la oposición es el arte de estar en contra tan hábilmente que, luego, se pueda estar a favor. La falta de acuerdo eterniza una ley electoral injusta que prima a partidos locales en detrimento de otros nacionales que los triplican en votos. El PSOE y el PP se ocuparon de que nada cambiase. El bloqueo que condena a este país desde 2016 podría evitarse con segundas vueltas electorales en las legislativas, y permitiendo el gobierno del más votado en comunidades y municipios. Pero les no interesa.