Vivir en Málaga es como vivir de vacaciones. En sentido figurado, entiéndanme. Trabajar hay que trabajar. Ya lo decía Chiquito en aquel famoso chiste del marido que sabía lo que a su señora le gustaba: «cariño, ¿tendremos que comer?». Pero el caso es que, si uno tiene la suerte de disfrutar de un empleo con horario matutino y le restamos al día las horas laborables, entregarse a Málaga por las tardes es la mejor terapia a los fines de olvidar que uno dobló el espinazo por la mañana. Nunca me he acordado de la oficina viendo ponerse el sol desde la playa, o tomando espetos en Pedregalejo, ni tan siquiera paseando por el Muelle Uno o por el Centro. Málaga, nos guste o no, posee esa suerte de amnesia laboral para aquellos que se entregan a su ocio, a su disfrute y a su descanso. Con todo y con ello, en ocasiones, la rutina, las inercias y ciertas obligaciones nos empujan a salir de este maravilloso paraje de residencia los días de vacaciones y, por consiguiente, nos toca enfrentarnos a uno de los acontecimientos anuales de mayor hartazgo: preparar la maleta de las vacaciones. De antemano, les cedo mi rendición. Aunque uno se postule frente al evento con el carisma de los Cartujos y la sana intención de preparar una simple maletita para ahorrar espacio en el coche y simplificar los traslados, no hay manera. Al final, todo se magnifica de manera infructuosa. Como cuando cueces macarrones y echas cinco puñados en la olla a pesar de haber decidido previamente que con tres basta. Allá vamos. La insalvable hazaña siempre principia con la bolsa de aseo. Que, como decía Santiago Segura, por encima del debate de la elegancia está el debate de ir limpios. Y arrancamos. Ya saben, lo básico: cepillo de dientes y pasta dentífrica. Aquí comienza la primera diatriba. Como acabamos de empezar y el espacio aún clarea, uno piensa: «qué diablos, no vamos a dejar los dientes a medias». Y añadimos un paquetito de cepillos interdentales, el carrete de hilo dental y el bote de enjuague bucal. Tan sólo con ese bote, la bolsa de aseo ya está deseando morirse, pero todo puede dar un poquito más de sí. Cuchillas de afeitar, que no falten. La barba hay que perfilarla casi a diario. «La maquinilla no sé, no sé», se dice uno. Pero al final entra, con el cargador, por supuesto. En ese preciso momento, padeciendo ya ciertas señales de alarma espacial y con la clara intención de ejemplificar algún tipo de recorte, intento localizar los miles de botecitos de champú y de gel que uno arrambla en los hoteles para imprevistos futuros, pero no hay manera. Botellón de gel y de champú se adjuntan al equipaje en fichero externo. Bolsa aparte, para entendernos. Esponja, peine, desodorante, crema solar, colonia de tarro gordo, cortaúñas, tijeritas y pinzas se añaden sin pensarlo dos veces, como quien espolvorea sal. Pero cuidado, no hemos terminado aún con el aseo personal cuando se activa la luz roja de la hipocondría. Y venga más. Antihistamínicos, que uno es alérgico y nunca se sabe. Inhaladores para el asma, un puñado de sobrecitos para el resfriado, ibuprofeno, ¿quién vive a salvo de algún proceso inflamatorio interno o externo?, y metamizol, para los dolores de cabeza. Pañuelos de papel, sin mesura, los que entren. Seguimos con la ropa interior. Para los calzoncillos, se suele usar el mismo criterio de los macarrones. Una muda por día, qué menos, y un puñado más. Para emergencias que nunca emergen. Los calcetines, en principio, no van a hacer falta porque uno, en verano, tira de sandalias, pero echemos media docena, por si las moscas. Y ya que van los calcetines, lo mejor será sacar de la hornacina las zapatillas de deporte. Aunque uno no haga deporte. Echar en la maleta un viaje de calcetines y dejar las zapatillas es como vestirse de corto sin caballo. Ruina. Y, aunque andemos por los tramos de agosto, preveamos una rebequita, que por la noche refresca. Y una sudadera, por si el frío te coge en un ambiente más informal. En fin, total, para qué seguir. Como ven, siempre ocurre lo mismo. Aún no he preparado nada de ropa. Y ya llevo dos maletas.