El lenguaje durante el estío se vuelve distraído, quizá porque en verano todo va más lento y porque la relatividad se vuelve omnímoda, omniscia y lo abarca todo. La atenta tensión discreta propia del invierno desaparece con las calores y los calores que magistralmente definieron los hermanos Álvarez Quintero. Durante el estío, diríase que nuestra voluntad de atención es inversamente proporcional a nuestra desnudez. A más prendas térmicas, más abrigos y más guantes y botas altas, más atención. A más piel desnuda y despelote, más hombros caídos, más relajamiento, más pereza, más dispersión, más vaguedad...

La lengua, en su acepción de musculo intrabucal, en verano se deleita tanto con helados, polos y bebidas heladas que termina acartonando y acorchando a la otra acepción de lengua, el lenguaje, que, a base de distracción se vuelve tardo y acaba erigiéndose en ese hablar distraído que nunca dice nada.

Recuerdo un tórrido verano que estando en la taberna que mi amigo Balthasar tenía entonces en Torrox, un cliente, declaradamente catalán por su acento, después de pagar, le preguntó cómo llegar al centro de Málaga. Balthasar lo acompañó a la puerta y le dio las indicaciones oportunas. Días después, supe la bronca que le había montado el cliente al día siguiente, por sus indicaciones. El cliente dijo, textualmente, centro de Málaga y no centro de la ciudad de Málaga, por lo que al buenazo de Balthasar, que es un alemán de los que no saben de elipsis y sí de precisión germana, le indicó el centro geográfico de la provincia de Málaga, con lo que el preguntante, dos horas largas más tarde, según él, termino en algún sitio al suroeste del territorio perote. O sea, a más de cincuenta kilómetros del centro de la ciudad de Málaga.

Sin dejar de reconocer su condición humana, donde menos admisible es el hablar distraído es en el lenguaje mediante el que expresan y desexpresan sus ideas los políticos profesionales. Y digo políticos profesionales porque una cosa es el zoon politikon de Aristóteles y otra cosa es el político profesional, que, cada vez más, contradice la mejor esencia del sapiens para reafirmarse en su esencia más perversa y morbosa mientras los ciudadanos de a pie asistimos al fuego cruzado con que nos matan y nos mueren.

Sin desdecirme de lo expresado a modo de generalidad, reconozco haberme sentido gratamente sorprendido el pasado domingo por el hablar parcialmente menos distraído esta vez de don Juan Marín, vicepresidente de la Junta de Andalucía y consejero de Turismo, entre otras variopintas obligaciones. Durante una entrevista de la mano de Cristobal G. Montilla en esta misma cabecera, el señor Marín logró hacer un perfecto claroscuro, que, en mi opinión, debiera empujarlo a tomarse en serio una nueva obligación, con carácter de urgencia, quizá: convertirse en coach de la cúpula del partido en que milita y definir las herramientas que acaben con el hablar distraído que, a modo de mantra, desdibuja sus ideas. Medítelo formalmente, don Juan. Sería un paso para la historia.

Estoy convencido de que con su intervención el vicepresidente andaluz logrará hacerles ver a sus conmilitones la metáfora, por un lado, de que lo blanco no es negro, ni lo será nunca. Y, por otro lado, que el naranja no es un color puro, como, casualmente en este caso, son el amarillo, el azul y el rojo, sino un color secundario, producto de la mezcla de amarillo --nótese que digo amarillo y no gualdo-- y rojo, a la sazón, los colores puros actualmente más repulsivos en el decálogo ad hoc de Ciudadanos.

En lo atinente a sus responsabilidades turísticas, en la misma entrevista el consejero Marín no estuvo tan afortunado y dejó que ese hablar distraído propio de viento de terral que soplaba aquel día lo abdujera. Otra vez volvió a intoxicar el papel con el mensaje de que el éxito turístico de la Costa del Sol reside en el crecimiento. Error, don Juan. Error. Alguien lo aconseja mal.

Insistir en combatir el desempleo a través del crecimiento turístico es parte de ese hablar distraído y estólido que ni el sistema ni el sentido común soportan más.

Quizá el claroscuro a demostrar, en este caso, pase por acometer sus obligaciones celebrando a Unamuno y demostrando de una vez que la gestión del porvenir reside en ser más padres del futuro que hijos del pasado.

Atrevámonos.