Notas rápidas en el aeropuerto, dejando ya América. La morfología de los países, su rostro y su apariencia diaria la deciden sus gentes. Por supuesto también sus ideas, porque no podemos separar a los ciudadanos de sus creencias. Hace veinte años que no pisaba los Estados Unidos -desde el largo invierno de 1999- y me sorprende tanto lo que ha cambiado como lo que no. Alistair Cooke escribió en sus Cartas desde América que "la disputa en Estados Unidos se da entre la decadencia y la vitalidad, y ambas abundan aquí". Yo diría que esto es cierto para casi cualquier país del mundo: sólo varía la intensidad. Sorprende también lo que no se ve, lo que permanece oculto. Europa, por ejemplo, desplazada en favor de la puerta sur del continente -la pujanza del mundo latino es impresionante, a pesar de la retórica trumpiana- y, más aún, de Asia. Fijémonos en el turismo: si Nueva York continúa siendo la capital del imperio y un cruce de caminos para las distintas culturas, la América interior -por muy turística que sea- hace patente con toda nitidez el eclipse de la vieja Europa. Poco importa que las estadísticas corroboren o no esta primera impresión. Ni en Washington D.C. ni en las cataratas del Niágara, ni en Canadá ni en los condados amish, ni en los parques naturales de Delaware ni en las playas victorianas del Jersey Shore encontré turistas europeos y sí, en cambio, muchos, muchísimos orientales, ya fueran chinos o japoneses, indios o pakistaníes. El peso de la geografía y de la globalización se refleja en este nuevo paisaje, que es también demográfico; no en vano China e India suman juntas una cuarta parte de la población mundial. Lógicamente, su acelerado despertar transforma la fisonomía del mundo tal y como lo conocemos. A su lado, Europa vuelve a su condición de apéndice peninsular.

Las paradojas de la política se ponen de manifiesto al instante. Pensemos en la Unión Europa, el gran proyecto multilateral e ilustrado que surgió de las cenizas de la II Guerra Mundial. Nació como un sueño kantiano en un contexto -ayer y hoy- regido todavía por claves hobbesianas. Se erigió frente a las tentaciones del nacionalismo con la ayuda de unas leyes comunes, la supresión de las fronteras y el intercambio comercial entre las distintas naciones que forman parte de ella. Medio siglo después, sin embargo, y a pesar de sus éxitos notorios, retornan los miedos del pasado y su peso internacional decrece aceleradamente. Sin una política exterior propia ni una defensa común, el poder blando que ejercen las instituciones comunitarias resulta irrelevante en un mundo que mira hacia el Pacífico de forma descarada. Asediada por problemas internos y por un narcisismo moral casi adolescente, la mentalidad europea es más aislacionista de lo que haría presagiar nuestra tradición. China o Estados Unidos, al contrario, a pesar de su autosuficiencia imperial, marcan el paso de las grandes tendencias globales. Las decisiones se toman en Washington y en Pekín, no en París o en Berlín. Entre las grandes corporaciones tecnológicas muy pocas son europeas, por no decir casi ninguna.

En los últimos cinco siglos, la Historia ha pasado por el Atlántico. Ahora ya no y tendremos que acostumbrarnos a ello. Empequeñecida ante la fuerza de los países emergentes, Europa tendrá que decidir qué papel quiere jugar en el nuevo mundo global. Y eso exigirá una mayor voluntad, más decisión y mucha más inteligencia.