Me han despertado las gaviotas. Con sus graznidos o alaridos o como se llamen, que no son ladridos ni gemidos, tal vez gorjeos o chasquidos. Mugidos, no.

Me pasa con frecuencia, muchos días. Antes de las seis, un poco antes. Las oigo nítidamente, parece que son bastantes. Una bandada, un grupo, una escuadrilla. Me parece a mí que las gaviotas cada vez son más y están más al interior. No duermo en Soria pero tampoco estoy en primera línea de playa. Supongo que las gaviotas, que de cerca tienen un tamaño, digamos, respetable, se adentran cada vez más al interior en busca de, imagino, comida. Debe ser que escasea en su hábitat. Las gaviotas no son muy de buscar un vídeoclub, un coche de ocasión o una buena hipoteca o un chino abierto, así que digo yo que irán en busca de comida que tengan fácilmente tierra adentro. Se comen a las palomas, por ejemplo. Si Picasso niño viviera ahora, en lugar de palomas pintaría gaviotas. O cotorras.

Las cotorras están ya por todas partes también. Comen gorriones, interrumpen siestas, asustan a infantes, colonizan árboles y son vistosas pero molestas. La columna viene hoy de lo más ornitológica o pajarera. La fobia a los pájaros, que aquí no profesamos, se llama ornitofobia. Y áptero significa sin alas, lo cual no es un saber muy útil ni con el que puedas echar a volar pero es curioso como término. El mejor restaurante para comer aves por aquí quizás sea Maison Lu, en Marbella, del chef gaditano, Juanlu Fernández, que fue estrella Michelin. Las traen de Francia. Entiendo que no volando y sí en camiones frigoríficos. Están exquisitas. Sobre todo con las salsas o guarniciones que allí practican, un puré de patatas con trufa, por ejemplo. Tampoco está nada mal el mollete de atún de almadraba con salsa kimchi y cebolla roja encurtida. Tampoco está mal, no. Está sublime.

Aunque yo sea más de solomillo de ternera. Aquí el que no corre vuela, dirá el lector. De adolescente me aficioné a la pularda por Néstor Luján, que era un gastrónomo, escritor bon vivant que ya de mayor practicó también la novela (Decidnos: quién mató al Conde). La manera en la que escribía, y hablaba, de ella, era deliciosa. Tengo que decir que fue una afición teórica, no practicada. Cuando comí pularda quedé un tanto decepcionado. Me pareció un pollo sofisticado. Sé que estoy diciendo una blasfemia gastro pero para compensarlo puedo hablar de las texturas. El otro día detuvieron a un crítico gastronómico que llevaba tres días sin decir la palabra textura.

Las gaviotas las tenía uno asociado a los atardeceres playeros, a las travesías en barco por el Estrecho, camino de Ceuta, asociadas a puerto y orilla, a la mar salá y a los paseos litorales. Pero ahora te las encuentras en el cielo del asfalto, tal vez como un señuelo que recuerda que esos terrenos donde duerme uno son ganados al mar. Casi todo se lo hemos ganado al mar. De allí salió la vida, salieron los primeros animales. Que luego se acostumbraron hace millones de años a reptar, andar o volar. Millones de años, aunque algunos digan que el tiempo, como las aves, pasa volando.