Son un grupo de hombres sentados en una terraza a las dos y treinta y cinco de la madrugada de una noche de julio. Si pasas a su lado, probablemente no repares en ellos; parecen unos compadres que intentan mitigar con birras y conversaciones el calor sofocante que llegó y no se va. Ya van casi ocho días de terral: las existencias de hielo y helado se agotan cada pocas horas, el asfalto hierve y la gente cree vivir en una suerte de pesadilla desértica solo aliviada por el espejismo de los ventiladores, que remueven un aire espeso y cansado.

—Entonces, va a ser eso.

Quien ha dicho estas palabras es el mayor del grupo, que tiene la edad en la que ya ha visto de todo y sabe que, aun así, casi no ha visto nada. Mordisquea inquieto un habano al que da caladas cada cierto tiempo, exhalando bocanadas de humo denso que parecen representar sus pensamientos. Al ser quien tiene más experiencia y además regentar tres cines, el grupo tiende a hacerle caso: por ello, los demás otorgan algo más de credibilidad al informe inaudito que les acaba de presentar la inspectora Lola Bonilla. Sin embargo, no parecen convencidos del todo. El inspector añade:

—Ya sé que no es fácil de asimilar, tampoco lo fue para mí. Ahora me doy cuenta de que el simple hecho de estar hablando con ustedes corrobora que es verdad. Y aunque por un lado me da miedo, por otro me tranquiliza saber que no me he vuelto loca.

Justo enfrente de la inspectora, un hombre menudo, con gafas grandes de concha y bigote, carraspea. Los demás miembros se revuelven inquietos, ya que conocen su tendencia a discursear cada vez que habla.

—Señora Bonilla: como bien sabe, los aquí reunidos regentamos los cines de verano en Málaga, espacios que son solaz ideal para el esparcimiento nocturno, donde amigos y familias pueden disfrutar de una película mientras la brisa nocturna los reconforta.

—Sí, lo sé.

—También sabrá, y si no, le informo, que son un negocio estacional, en el que cada día que pasa y no se recauda cuenta como cinco; imagine las pérdidas que nos puede suponer que la gente oiga siquiera el rumor de que nuestros cines son el origen de esta ola de calor.

—Pues así parece ser, señor. Fue el Grupo de Predicción y Vigilancia de la Agencia Estatal de Meteorología el que nos avisó primero de que el fenómeno era inusual: sopla desde hace días viento de levante y la temperatura debería ser fresca. Tras comprobar y descartar varias hipótesis tales como un aspecto hasta ahora desconocido del cambio climático o un sofisticado atentado terrorista, barrimos con sensores térmicos la ciudad y son justo sus cines la fuente que irradia este calor.

—Vale; sin dejar de tener poco sentido eso, lo que me resisto a aceptar es que la causa que origina este bochorno sean fantasmas. ¿Qué tontería es esa?

—Le entiendo, yo tampoco daba crédito cuando me lo comunicaron —reconoce la inspectora—, pero es la realidad. Cuando las personas se resisten a desaparecer, suelen apegarse a los lugares donde vivieron o trabajaron y, en este caso, su energía plasmática es de tal nostalgia que ha trastocado el ambiente y es la causante de este calor. Hasta que no se vayan, continuará. Y el caso es que solo se pueden marchan si así lo deciden por propia voluntad.

—¿No se puede expulsar a unos fantasmas? No sé, hacer un exorcismo o algún ritual.

—Podríamos hacerlo así, pero preferimos negociar.

—¡Qué delicada se ha vuelto la policía! Vale, que así sea. Creo que hablo también por mis compañeros, que, aunque estarán tan sorprendidos como yo, no tendrán inconveniente en que se llegue a un acuerdo para que recuperemos la fresquita.

—Eso estaría genial —responde la inspectora—. Entonces, ¿se marchan?

—¿Cómo? No la entiendo.

El hombre mayor ríe a carcajadas. Mira el habano, le da una gran calada y lo apaga. Se levanta y dice:

—Amigos, la época de los cines de verano ha pasado. ¿No es así, inspectora?

—Sí. Desde hace veinte años.

—Ya la habéis oído. Es hora de cerrarlos, para siempre. No queremos, pero no hay más remedio. Ahora la gente ve las películas en unas pantallas pequeñas, que llevan en el bolsillo. Tenemos que aceptarlo.

El hombre de las gafas de concha se levanta también y dice, entre enfadado y confundido:

—¿Qué tenemos que aceptar?

—Que estamos muertos. Nosotros somos los fantasmas —le dice el hombre mayor, antes de marcharse.