Las dos fuerzas o debilidades de la izquierda española anuncian que su alianza es irrealizable, pero sucede justo al revés. Por mucho que les duela, y vaya si les duele, PSOE y Podemos fueron casados por los electores mediante los votos matrimoniales pronunciados en abril. No se asiste por tanto a la imposibilidad de un pacto, sino a la oficialización de un divorcio con más luz y taquígrafos que la ruptura de Carlos de Inglaterra y Lady Di. El día de urnas no había problemas de ensamblaje, han surgido al rearbitrar las elecciones.

El destructivo Pedro Sánchez puede aplastar a su partido vecino, absorberlo o insultarlo calificando su consulta a los militantes de «mascarada». El presidente en funciones solo está incapacitado para prescindir de Podemos, una denominación que todavía incluye a su secretario general. Si Sánchez ha de gobernar, tiene que ser con Iglesias. A partir de aquí hay que definir con, desde la misma exactitud reclamada por Bill Clinton para descifrar el hay de «no hay sexo entre el presidente estadounidense y Monica Lewinsky».

La observación canónica, para calificar de inviable la convivencia ordenada por los votos, apunta a que «un Iglesias dentro del Gobierno le monta un follón a Sánchez en dos semanas». De acuerdo, pero igual le organizará un levantamiento desde la bancada del Congreso, con la desventaja de que no podrá empuñar las riendas de una alianza para frenar al potro desbocado. Además, y frente al bizantinismo de los politólogos, los electores no prohibieron específicamente la unión entre los dos líderes inmiscibles. Al contrario, las familias respectivas avalaron el enlace ahora cuestionado. Quienes hoy atacan el pacto como impracticable, aportando mayor convicción que datos, debieron votar en consonancia el pasado abril y callar para siempre.

Frente a la evidencia de que hasta el voto propio es difícil de descifrar, sorprende la cantidad de expertos que detallan sin sombra de duda las razones que inspiran el sufragio ajeno. Lo descuartizan por sexos, profesiones y religiones, pese a que ninguna de estas características consta en la papeleta, y mucho menos en el recuento. La maraña de interpretaciones pretende enturbiar la claridad de los datos. Podemos ha logrado más de 180 diputados en tres años, y ningún ministerio. Lleva un año apoyando sin desfallecer a un Gobierno de Sánchez, no demasiado alejado de los vicios seculares del PSOE. Y encima se comunica que su elección es desafortunada a los diez millones largos de votantes que se han pronunciado a favor de Pablo Iglesias.

Nunca se ha exigido tanto a cambio de tan poco. Si el divorcio entre los partidos de izquierda no fuera pacífico y legal, se podría hablar del atracador enfurecido contra su presa por el escaso botín que le reporta. A diferencia del PP, los socialistas no se pronuncian de momento por la prohibición de Podemos, pero actúan como si fuera desaconsejable encomendarle gestiones de segundo nivel. Basta repasar los términos denigratorios prodigados en las últimas semanas desde el PSOE contra un presunto socio. Contra el único que se había entregado sin vacilaciones.

No se trata de defender a Podemos, su estructura dinástica o la hipoteca de su palacio de invierno. Ahí está el declive electoral para medir la decepción de sus huestes. Sin embargo, la pésima gestión de un bien no autoriza a apropiárselo desde posturas tampoco ejemplares. Además, la mayor victoria del PSOE sobre Podemos no consiste en evitar su entrada en el Gobierno para ofertar la maniobra a los auténticos poderosos, sino en meter a la fuerza en el gabinete a quienes rodeaban el Congreso. Un ejercicio de sometimiento.

Los defensores de la transición deberían restaurar la audacia de aquella labor de comando, plasmada en el retorno de Tarradellas o en la legalización del Partido Comunista, antes que obstinarse en perpetuar sus peores vicios. Hasta la fecha, y a pesar de entrevistas grandilocuentes como el intercambio con Ferreras del jueves, Sánchez no convence en la labor de satanización de su socio preferente. Provoca cierta perplejidad contemplar al presidente renegando de fuerzas que le ofrecen su apoyo sin contrapartidas, aunque se trate de Bildu y Esquerra, mientras se abraza desesperado a PP o Ciudadanos que apretarían sin dudar el botón nuclear que desintegrara al PSOE.

Sin desmerecer de sus empeños, el asedio de Sánchez no logrará superar el cainismo de los patéticos exiliados de Podemos, escandalizados con hipocresía de que en las negociaciones se hable de cargos en lugar de desgranar las etéreas políticas. No puede haber una gestión sin un ejecutor de las medidas. Cabe imaginar a Florentino Pérez recriminando a los periodistas deportivos que «no me hablen de jugadores, háblenme de esquemas de juego». El factor humano domina todavía la política, así en los vencedores como en quienes tienen vedado el acceso a la Tierra Prometida.