Turquía es un gran país, heredero del imperio Otomano y potencia tradicional en Oriente Medio, que dominó durante quinientos años en competencia con el imperio Persa. Luego la Sublime a Puerta se convirtió en el "enfermo de Europa", perdió la Gran Guerra y fue convertida por Kemal Ataturk en república laica, hasta que acabó entrando en la OTAN por la utilidad de su espacio geográfico frente a Rusia. La que por fortuna no ha prosperado ha sido su pretensión de entrar en la UE porque nos traería aún más problemas que los que ya tenemos.

Hoy Turquía está en una preocupante deriva nacionalista, autoritaria e islamizante de la mano del presidente Recep Tayyip Erdogan, deriva que se ha acentuado tras el golpe de estado de 2016 que el régimen atribuye a Fethullah Gulen y que se ha traducido en millares de detenciones de militares, funcionarios, jueces, maestros y periodistas y en un deterioro muy serio de las libertades y del Estado de Derecho. Si hace unos años su aproximación a la UE se paralizó por cuestiones de derechos humanos (represión de minorías, tortura etc), hoy la situación ha empeorado y ya nadie habla en serio de la posibilidad de que Turquía se convierta en país miembro.

Estos días Turquía es noticia por dos razones: la primera es porque ha comprado a Rusia el sistema s-400, el más moderno del mundo de interceptación de misiles, lo que no sería malo de no ser porque Turquía es miembro de la OTAN, el sistema es incompatible con el que usamos los demás miembros, y podría permitir que los rusos accedan a claves, comunicaciones y otros secretos de la Organización. El enfado norteamericano es mayúsculo y se ha traducido en la exclusión de Ankara del proyecto del F-35, el último grito de la aviación norteamericana en cuyo desarrollo tenía una participación, por interpretar Washington que su tecnología también podría quedar comprometida. Es la gota que ha colmado el vaso del enfriamiento de la relación entre Washington y Ankara que comenzó en Irak y Siria cuando Estados Unidos decidió apoyarse en los kurdos para hacer frente al Estado Islámico, siendo así que Turquía los considera enemigos porque teme que acaben creando un estado que sea un foco de irredentismo nacionalista para el 20% de su propia población que tiene origen kurdo y que ahora está reprimida. Como consecuencia, EEUU y Turquía coinciden en desear la desaparición de Bachar al Assad y apoyan a grupos que se le enfrentan pero que están a matar entre sí: los americanos respaldan a los kurdos, y Turquía a grupos islamistas que tienen lazos con Al Qaeda. Esta desconfianza se intensificó cuando Gulen se refugió en los EEUU tras el golpe de estado fallido y Washington se negó a conceder su extradición. Y eso a pesar de los elogios que Trump ha dedicado en más de una ocasión a Erdogan, dentro de la fascinación que parece sentir por los líderes fuertes.

Mientras tanto Putin, que tenía relaciones difíciles con Turquía (avión ruso derribado, asesinato del embajador ruso en Ankara...), no ha desaprovechado la oportunidad y ha cultivado el ego y los intereses de Erdogan, cortejándole e invitándole a participar en el proceso de Astana para decidir sobre en futuro de Siria con la propia Rusia y con Irán pero dejando fuera a EEUU. Al final Moscú ha vendido su sistema anti-misiles a Turquía, ha hecho caja, gana prestigio para su industria de armamento, crea problemas a la OTAN, y acentúa la crisis entre Estados Unidos y Turquía. Y además ha desarrollado con Ankara sus relaciones comerciales y turísticas. Póker de ases.

La otra razón por la que Turquía es noticia es por la crisis que ha provocado en relación con la prospección de gas en aguas que la República de Chipre considera parte de su Zona Económica Exclusiva (ZEE) y que Turquía no solo no reconoce sino que reclama como propias. El problema viene de 1974 cuando el presidente Makarios proclamó la Enosis (unión con Grecia) y Ankara respondió invadiendo el norte de la isla con la excusa de defender a la población de origen turco y proclamando la llamada República Turca del Norte de Chipre (RTNC) cuya existencia nadie más reconoce. Desde entonces se negocia la reunificación de la isla sin ningún resultado por la injerencia turca, por la ocupación militar, por la llegada de colonos desde Anatolia, por la islamización creciente del norte y por la desconfianza mutua, hasta que el último intento fracasó en 2017. Las perspectivas de entendimiento disminuyen con el paso del tiempo y ahora se añade el descubrimiento de grandes yacimientos de gas (Tamar, Leviatán, Afrodita y Zor) en la zona marítima entre Chipre, Egipto, Israel y Líbano, y Turquía quiere su parte del pastel. Para defender lo que considera sus derechos ha enviado buques de exploración y de guerra a la ZEE chipriota con el consiguiente aumento de la tensión y del riesgo de incidentes, sin que las sanciones europeas (suspensión de créditos y de contactos) hayan servido para nada porque Turquía sabe que la necesitamos para gestionar el flujo de refugiados de Siria.

Hoy Ankara está más lejos que nunca de Europa y su relación con los EEUU es también peor que nunca. Turquía quiere rellenar el vacío dejado por la retirada de Washington y convertirse en el hegemón de Oriente Medio y eso la llevará antes o después a enfrentarse con otras dos potencias que tienen la misma aspiración: Rusia e Irán. Debería pensarse mejor dónde están sus intereses verdaderos.