Aún está por escribir el último narcocorrido sobre Joaquín Archivaldo Guzmán Loera, El Chapo, que, si nada lo remedia, pasará lo que le queda de vida recluido en una prisión de alta seguridad. Al parecer se le ha visto con buen ánimo, el pelo teñido y bien peinado, proclamando a los cuatro vientos que en Estados Unidos no hay justicia y que los gringos lo han torturado las 24 horas del día durante 30 meses. El Chapo Guzmán dedicó gran parte de su tiempo a intentar que no lo extraditasen. El resto, durante tres décadas, a traficar y urdir los asesinatos más violentos. Pero no siempre tuvo la mala suerte de ahora; la fortuna se alió con él en más de una ocasión para salvarle el pellejo. Como aquella vez en Guadalajara. El cártel de Tijuana había contratado algunos sicarios de confianza para ajustar cuentas con sus rivales de Sinaloa. El 24 de mayo de 1993 llegaron al aeropuerto guadalajareño dos pasajeros de excepción: Guzmán Loera y el cardenal Juan Jesús Posadas Ocampo, que como prelado se había convertido en un azote para los narcotraficantes. Ambos se trasladaron en sendos coches Mercury Grand Marquis, de color blanco. Los sicarios deTijuana dispararon contra el que creían que era el auto del capo de Sinaloa.

El fuego obtuvo respuesta y se produjo un tiroteo en el aparcamiento del aeropuerto que dejó siete muertos, entre ellos el arzobispo. El Chapo, en cambio, logró salir ileso. La Policía se preguntó hasta no hace mucho si el azar había actuado a favor del narcotraficante, que fue detenido un mes después, o si por el contrario los sicarios querían eliminar a un religioso incómodo. El FBI concluyó que se había tratado de una trágica confusión. La suerte parece haber cambiado gracias a un sentido de la justicia alejado de la impunidad mexicana.