¿Deseas la luna? En 1946, James Stewart se lo preguntó a Donna Reed en una sublime escena de la película Qué bello es vivir. «Dime solamente una palabra, la cogeré con un lazo y te la entregaré. Te regalaré la luna, Mari». Frank Capra inmortalizó en celuloide ese antiguo anhelo humano por vencer lo imposible. En 1969, Neil Armstrong certificó que nada es imposible dando un pequeño paso para el hombre y un gran paso para la humanidad.

Yo nací en vísperas de ese sueño. Corría el mes de febrero y en la Nasa ultimaban los preparativos para viajar por primera vez a la luna. Mientras me cambiaban los primeros pañales, Michael Collins estaría aparcando su Chevrolet Corvette frente a cabo Kennedy, puede que Edwin Aldrin estuviera escribiendo una carta de despedida, o quizá Neil Armstrong estuviese preguntándose con qué pie debía pisar primero el satélite, si el izquierdo o el derecho. El año en que nací, el mundo se reunía por primera vez como único pueblo alrededor de tres astronautas que intentarían la proeza más romántica que haya imaginado un poeta, alcanzar la luna.

Mi padre siempre recuerda el acontecimiento como quien rememora una leyenda a la que nadie encuentra explicación. Todos frente al televisor, de madrugada, asistiendo a un espectáculo en blanco y negro, con las voces de los héroes distorsionadas de interferencias. Voces ininteligibles para un público en el que escaseaba el B1, pero que disponía de un enorme empeño interpretativo. Al mismo tiempo que el Eagle sobrevolaba el espacio selenita, la voz de Jesús Hermida recorría las ondas alunizando en los alucinados televidentes. Madrugada inmortal la de aquel 20 de julio de 1969 en la que el mundo estuvo un poco más cerca de Dios.

Han pasado 50 años y aún contemplamos la luna con una mezcla de fascinación y enigma. La luna siempre simbolizó lo inalcanzable, el límite de las posibilidades, la frontera del sueño. Cuando se reúnen voluntades, se construyen Apolos XI capaces de reducir la distancia de la quimera. Aquella hazaña de julio no fue más que una representación del empeño humano por soñar unidos, por tener fe en las ideas.

Los sueños tienen vocación de perdurabilidad, el tacto resbaladizo del jabón, la longitud infinita de una esfera. Por más que uno los rebase, siempre hay un más allá que queda detrás de la colina. Sin embargo, el desaliento no es un buen copiloto. La crítica destructiva, el pesimismo son el combustible de los imbéciles. El viaje forma parte del triunfo, es el aprendizaje, es la experiencia. Algunos Apolos se quedaron a pocas atmósferas de posarse en el mar de tranquilidad, pero gracias a ellos, el número 11 pudo grabar una huella sobre la historia.

Porque el sueño es el motor de la aventura humana. La pasión por la conquista, la ambición de conocimiento, la esperanza de progreso. Sueños como la salvación del planeta que propugna Greta Thunberg, la unidad de Europa frente a rancios nacionalismos, la curación definitiva del cáncer, la erradicación de la hambruna, la paz. Aún quedan muchos por lograr, algunos de ellos parecen tan inalcanzables como aquel horizonte que asomaba tras el cuadro del módulo de mando. Ya es hora de colocarse el mismo traje de astronauta y que la humanidad dé ese gran salto para reivindicar el territorio de los sueños.

Siempre que alguien me pregunta por el año en el que nací, les digo que fue aquel año en el que el mundo se puso de acuerdo. Me gusta creer que llegar a acuerdos es más fácil que alcanzar la luna.