Por la noche, en el tren, de vuelta a casa, hice un recuento de las puertas que había abierto a lo largo del día. La del cuarto de baño, al levantarme, la de la mampara de la ducha, la del armario empotrado, la de la habitación del hotel, la del salón donde se servía el desayuno, la del taxi que tomé al salir a la calle... Apenas comenzada la jornada, ya había abierto cinco sin entrar en ningún sitio interesante, pero tampoco sin salir del infierno. Las abrí todas con la mano derecha, la misma con la que saqué unas monedas del bolsillo para pagar el periódico, la misma con la que a lo largo del día saludé a decenas de personas intercambiando con ellas las bacterias de la piel.

Las puertas del tren se abrían solas, al menos las que comunicaban los vagones entre sí, no las de los baños, cuyo cierre, en cambio, me pareció algo rudimentario: demasiado hierro, mucho ruido, numerosas complejidades inútiles. Llegué al vagón restaurante y pedí una lata de cerveza y un paquete de frutos secos. Una vez abiertos el paquete y la lata, resultó que ambos contenían lo esperado: cerveza y frutos secos respectivamente. Ninguna sorpresa, en fin, ningún milagro, nada que me ayudara a pensar que era posible el cambio. Di cuenta de las almendras tomándolas con delicadeza de una en una entre los dedos pulgar e índice de la mano izquierda, pues no me había lavado las manos porque el lavabo estaba muy sucio.

Quiero decir muy sucio.

Mientras la cerveza refrescaba mi garganta, me apliqué a abrir puertas imaginarias, puertas que solo estaban en el interior de mi cabeza, para ver si en esta dimensión de la realidad sucedía algo de interés. Pero tampoco ocurrió nada.

En esto, un hombre que se encontraba a mi lado atendió una llamada del móvil: -Trece puntos de anclaje -dijo-, tablones macizos, nada de aglomerado, y cuatro planchas interiores de acero de un milímetro cada una.

La brutal descripción de esa puerta blindada me bloqueó. Aún no he sido capaz de abrirla mentalmente.