Lloraban a lágrima viva los unos sobre los otros. Se trataba de grupos que interactuaban por parejas. Mientras uno de los miembros se entregaba a un torrencial lloro, el otro se refrescaba con el torrente de lágrimas que este le brindaba. Cada pocos minutos intercambiaban los roles y los llorones dejaban de serlo para convertirse en disfrutones. Tal era el calor el miércoles veinticuatro de julio.

-¡Llorad, llorad unidos los unos sobre los otros, refrescad vuestros cuerpos con lágrimas vivas, liberaos de los calores veraniegos! -la voz, sensual, intencionadamente modulada, sonaba en cuadrafonía.

Mientras un miembro de la pareja se mantenía de pie, erguido y levemente inclinado para facilitar la verticalidad de sus lágrimas, el otro con un leve bañador, como única indumentaria, lo iba dirigiendo:

-¡Llórame el rostro y el pecho y los muslos! ¡Así, no pares, llórame con ímpetu, lagriméame con toda tus fuerzas!

A mi lado, ya observando, una pareja que acababa de participar en la refrescante llantera se abrazaban, agradecidos, por el mutuo favor recibido.

-Espectacular, hoy. Ningún verano me habías llorado con tanta intención, con tanta intensidad y tan acompasadamente -dijo ella.

-Lo mismo te digo -respondió él-. Hoy has llorado genial.

El paseo marítimo estaba abarrotado de almas calurosas. El paseo era una cáfila. Había de todo, como en botica: niños felices con su helado y niños cabreados sin su helado, pandillas de abuelos y abuelas que porfiaban por la educación y guapura de sus nietos, papeleras desbordadas, risotadas malsonantes, patinetes asesinos... Por haber hasta pude observar a una pareja que mientras caminaban enérgicamente hacia el oeste discutían severa y descortésmente. Después, cuando venían de vuelta, él, literalmente, corría en pos de ella, llamándola por su nombre. Y cuando ya estaba a solo dos pasos de carrera de alcanzarla, ella, con las cajas destempladas propias de la soberbia más cabreada, sin tan siquiera mirarlo, sentenció:

-¡Yo ya no tengo nada que hablar contigo! -y la frase actúo en él como los frenos de carbono de los coches de F1: lo frenó en seco. La frase fue el perfecto ejemplo de la hipóstasis de la eficiencia y la eficacia. Impresionante la maestría de la dama airada.

A saber la razón de la sinrazón que aquejaba a la razón de ambos, que seguro que habría repetido Lope de Vega de haber estado allí. Pobres criaturitas, ¡qué mal rato, con el calor que hacía!

A pesar de este desabrido episodio, el virtuosismo veraniego es un virtuosismo amable basado en el espíritu sereno, empático y permisivo propio del talante relajado que traemos de serie los sapiens para el estío. La canícula da permiso al trasnoche, personillas incluidas, y al despiporre y la impuntualidad y al «decide tú» y al «no antes de medio día» y al «tócala otra vez, Sam...». El verano ensancha la venia del prójimo para la libertad individual de uno mismo, y viceversa. Es como si la rigidez del sistema, con el calor, se volviera flácida como aquellas cucharitas que caían rendidas ante la refinada técnica masturbatoria de Uri Geller.

Pero, aunque el virtuosismo veraniego, per se, es un virtuosismo amable, el correspondiente al presente año quedará para los anales de la rareza, y no exclusivamente por su carácter calentito, en toda la extensión del adjetivo, sino por su vesania, especialmente por la vesania del corpus político, en general, y, particularmente, por la vesania que ha abducido a determinados individuos del poder legislativo del Estado. Dos mil diecinueve quedará para la historia como el año que opositó a una nueva categoría de virtuosismo veraniego: el virulento, el ponzoñoso, el corrosivo, el lesivo, el malsano, el deletéreo...

Este año está siendo la demostración fehaciente de que la veteranía es un grado en política, que un buen veterano es alguien políticamente de fiar y que los aprendices, hasta que dejan de serlo, no son gente de fiar en política. Ni con máster, ni sin él. Hay ciudadanos, y digo bien, ciudadanos, que no comprenden que ninguna rivera llega a la categoría de río, y que cuando confunden una rivera con un río estrecho, es decir, con un río con riberas arrimadas, no deben aspirar a llevar demasiado caudal en su seno por el riesgo de inundar y ahogar todo lo fértil que existe a su alrededor, incluidos ellos mismos.

En fin, ¡viva el virtuosismo veraniego, pero el fetén, no el chungo...!