Hasta que no son las nueve en punto, no me conecto. No, no lo hago porque tenga nada que ocultar. No soy un pervertido, un drogadicto o un terrorista. Me gusta nuestro sistema, me encanta ser parte de esta maravillosa inteligencia global que nos mantiene en conexión constante. Es verdad que en mi bloque fui de los últimos (bueno, vale, fui el último) que firmaron para no admitir residentes que se negaran a instalarse el chip neuronal. Es cierto que aún mantengo cierta resistencia a estar veinticuatro horas al día conectado a la red, pero eso no quiere decir que me parezca mal. Sí, puedes decírmelo a la cara si quieres: soy un intimista, una de esas personas viejas y nostálgicas que no se han adaptado aún, que se resisten a entregar la totalidad de sus pensamientos y recuerdos a la colectividad. Y no trafico con armas ni tengo ideas antisociales, soy de lo más normal. Acepto con naturalidad no tener acceso al monitoreo médico nocturno, a poder elegir sueños bonitos, a que mi descanso sea regulado para que sea óptimo y así poder vivir más. Sé que somos minoría, una especie decrépita condenada a extinguirse, protegida hasta cierto punto por la ley que permite a quienes tenemos más de noventa y cinco años no estar en conexión permanente. Se nos critica y se cuestiona nuestra utilidad, pero en cierto modo, también sabéis que somos el vestigio palpable de cómo eran las cosas antes, y os sentís mejor al saber que aún existimos y que pronto dejaremos de hacerlo. Por nuestra parte, nos limitamos a no molestar, a ser seres incompletos de doce de la noche a nueve de la mañana, desprendidos de la red que brilla luminosa y certera en la oscuridad.

Ya lo he explicado mil veces, no me importa volver a hacerlo: no creáis que hago gran cosa en esas horas de la noche. Me dedico a cocinar sopas a fuego lento y, mientras se hacen, tengo la costumbre tonta de leer libros en papel. No tengo muchos, aunque el médico me tiene como un caso imposible y he logrado que me dispense la cantidad máxima autorizada, cinco al mes. Claro, más de una vez y de dos los leo con la mente, es utilísima la compleja red de nanocables que recorren mi cerebro y que, conectada al chip neuronal, me permite, casi de forma instantánea, acceder a cualquier texto y adaptar a mis necesidades la velocidad de lectura. Me tenéis que perdonar esta manía mía, pero estoy habituado al lento discurrir de las palabras sobre una página, al subrayado con lápiz de las frases que me gustan, a quedarme medio dormido con un libro en el regazo. No quiero que me entendáis, sé que es imposible. Os podéis hacer personas expertas en cualquier materia en cuestión de minutos, mientras yo olvido con facilidad la novela que leí el mes pasado. Yo, si me permitís la disidencia mínima, no comprendo vuestro afán por saberlo todo, la comprensión absoluta que manifestáis ante cualquier circunstancia del universo. A mí me gusta desaprovechar el tiempo, perderme en las horas, cocinar los minutos a fuego lento. Como las sopas.

Además, os perdéis algo grandioso. Cada mañana, cuando subo a la azotea del bloque y embarco en el aerobús para ir al trabajo, entro de nuevo en la red. Vosotros no entráis porque nunca salís. Vale, no paráis de decirme que ese asombro que digo sentir es fingido, una estratagema intimista y neurótica para aferrarme al pasado, y es posible que tengáis razón y que sea una mentira que me he fabricado, pero el caso es que me funciona. El vértigo diario de unirse a millones de mentes es placentero. No lo niego, el descanso de abandonarla por la noche es igualmente agradable. Y no, no me genera ninguna tensión depresiva ni me produce arrebatos de melancolía suicida. Como dice mi médico, eso lo consigo gracias a la lectura en papel, que mitiga en gran medida estas sensaciones. Tiene toda la razón, tengo bien montado un círculo vicioso.

En ocasiones, pienso adónde irán estas reflexiones inútiles y ociosas. Contemplo las verduras dispuestas a ser cortadas, los libros en la mesa de la cocina. Y me doy cuenta de que todos estos momentos, jamás compartidos con nadie, se perderán en el tiempo.

Como lágrimas en la lluvia.

(En homenaje a Rutger Hauer).