Hace más de 40 años, en 1978, la Conferencia de Alma Ata fijaba el objetivo de «Salud para todos en el año 2000». Han pasado 19 años y cada vez parece que estemos más lejos de ello. También en nuestro país el acceso a un sistema sanitario público universal sigue siendo una asignatura pendiente. Tras la Ley de Extranjería 4/2000, que recogía por primera vez en su artículo 12 el derecho a la atención sanitaria de todos los extranjeros, todos los pasos han ido hacia atrás. Una y otra vez, el miedo, la irracionalidad, la confusión y el oportunismo se han apropiado de las agendas de nuestros políticos, que siguen creyendo ingenuamente que las enfermedades también siguen la lógica de las fronteras. Una y otra vez, se ha demostrado que mejorar los indicadores de salud de un país pasa, necesariamente, por mejorar la salud de toda la población. Y para eso es imprescindible garantizar el derecho a la salud de toda ella, y no sólo la de aquellos que cumplan determinados requisitos, que puedan participar electoralmente, o que se ajusten a lo que la opinión pública entienda en cada momento. En 2012, el RDL 16/2012, aprobado por el gobierno del PP, puso patas arriba al sistema sanitario público y limitó bruscamente el derecho a la atención sanitaria de miles de personas, en su mayoría inmigrantes que no habían podido regularizar su situación. El Decreto, considerado una de las regulaciones más lesivas de nuestro país, incluso empeoró indicadores sanitarios (algo lo suficientemente grave para que alguien dimitiese), empeorando con ello la salud de toda la población, no sólo de las personas que habíamos dejado fuera del sistema. Tras numerosas protestas de organizaciones como Médicos del Mundo, REDER, o Andalucía Acoge, y las continuas críticas de la SEMFyC 1 , en 2018 -con el nuevo Gobierno- se aprobó el decreto 7/2018, que vendría a paliar las nefastas consecuencias del anterior. Pero la sorpresa ha sido mayúscula al ver cómo, una vez más, la salud universal se ha perdido por el camino. Las recomendaciones a las comunidades autónomas remitidas por el Ministerio de Sanidad, en abril de 2019, nos confirman que, una vez más, han hecho oídos sordos a las propuestas de las organizaciones sociales: se concretan aún más cuestiones preocupantes del decreto, dejando a muchas personas migrantes sin acceso al sistema sanitario público y, por tanto, contribuyendo a empeorar la salud de nuestro país. Requisitos como acreditar un mínimo de 90 días de residencia en España dejan fuera del sistema durante tres meses a personas que, efectivamente, han venido con un visado temporal, porque no tenían otra alternativa. Pero además, se fija un plazo de estudio de cada solicitud de hasta tres meses, con un documento provisional que no da derecho a «recetas interoperables», del mismo modo que una posterior denegación supondría la facturación de todos los servicios prestados€ Una vez más, el requisito del empadronamiento sigue sobrevolando de forma amenazante (se recogen algunas alternativas que quedan una vez más en manos de las comunidades autónomas), en un momento en el que miles de inmigrantes no pueden acceder a un piso en alquiler, viviendo como realquilados en una habitación, en lamentables condiciones y sin opciones para empadronarse en el domicilio. Pero el punto más grave, sin duda, radica en consolidar la exclusión de mujeres embarazadas y menores, así como la no gratuidad de la atención en urgencias, por debajo de los tres meses. En las recomendaciones estos colectivos quedan subsumidos dentro de la categoría general de personas extranjeras no autorizadas y, por tanto, se les exigirán los mismos requisitos. Una vez más, queda patente que los derechos de los más vulnerables, y entre ellos las personas migrantes, siguen sin ser una prioridad en la agenda política. Y parece que tampoco está la de lograr una mejor salud para toda la población, garantizando el derecho a la cobertura sanitaria universal.

* Gabriel Ruiz Enciso es miembro de la coordinación del programa de Atención a Inmigrantes del Médicos del Mundo