El domingo se sueña a pierna suelta sin que cueste trabajo. No hay que fichar tampoco a la entrada ni a la salida de este empleo. Y sus horas extras ni se pagan ni se cambian por días de asueto. Casi lo mismo que en la vida real donde, según datos recientes de CCOO, en Madrid el 60% de las horas extraordinarias que se realizan no se abonan. Tampoco en Galicia donde rozan las 216.000 horas extra sin remuneración. Las empresas exigen el trabajo como una entrega del alma: descanso, familia, ocio, expectativa, y su permanente conexión tecnológica. No es extraño que dormir empiece a ser una actividad en peligro. Alex Ferré Masó, neuro fisiólogo de la Unidad del Sueño del Hospital de Vall d'Hebron, asegura que la tendencia a dormir menos está marcada por la sociedad de consumo. «Dormir es perder tiempo y dinero, así que le quitamos horas aunque suponga jugarse la salud», afirma. Otra libertad de la que nos despojan progresivamente los mecanismos de dominación del sistema para el que trabajamos, trabajamos y trabajamos. Horarios interminables cautivos de pantallas; de planificaciones de objetivos; de cuentas de resultados; del engranaje por el que unos engordan sus beneficios y otros han de conformarse con no perder un salario justo que de justicia no tiene nada. Especialmente para los autónomos cuyo número aumenta en todos los sectores y con una economía desacelerada y a destajo. En la prensa donde se cobran irrisorias cantidades y se produce para muchas empresas que no son plataformas digitales de reparto como Glovo pero que, al igual que en ellas donde en seis meses las inspecciones han detectado 8.076 casos, también existen muchos falsos autónomos.

Empleados manuales, técnicos cualificados, profesionales del conocimiento, sujetos a la cuantificación de la productividad y del rendimiento económico de las empresas que siguen ocultando la ferocidad de sus empleos. Menos mal que el Gobierno acaba de enviar un masivo número de cartas a compañías y firmas de las que sospecha su fraude de ley con la contratación temporal fraudulenta. Es decir la gran mayoría, porque las cifras calientes de final de julio certifican que sólo el 6,61% de los contratos son indefinidos frente al 84% de temporalidad. Quizás debería hacerlo también advirtiendo de inspecciones, en el caso de sospechas, sobre la existencia de jefes que acosan psicológicamente y ejercen el hostigamiento estratégico de sus subordinados. Existen muchos que lo practican y de cuya psicopatía se asombrarían muchos de los que desde fuera los tienen por brillantes y educados profesionales a los que darles el premio del año. Uno de sus métodos de moda consiste en darle más responsabilidad y voz a los segundos de los departamentos por encima de sus superiores para ir aislando sus funciones hasta tener la coartada con la que despedirlos sin demasiado revuelo. Hay más técnicas. Iñaki Piñuel los describe en un lúcido libro de cabecera para el trabajador. Su recomendable lectura resulta más barata que acudir a la consulta del psicólogo. En «Mi jefe es un psicópata. Por qué la gente normal se vuelve perversa al alcanzar el poder», publicado por Alienta, su autor explica que «estos jefes psicópatas altamente funcionales son exitosos empresarios porque no sienten ningún remordimiento para despedir personal, atribuirse logros de otros, e intentar destruir a los que ponen sus contradicciones en entredicho. Crean ambientes laborales donde se respira mucha tensión y son responsables en gran medida del aumento de las bajas laborales que no dejan de aumentar». Una investigación dirigida por Nathan Brookes de la Universidad de Bond, en Australia, alumbró que uno de cada cinco jefes de empresa presenta rasgos psicopáticos; una proporción (21%) parecida a la que se encuentra entre las personas en prisión. «Los psicópatas organizativos son tipos generalmente encantadores y seductores, con una imagen inmejorable ante los demás y una capacidad notable de llevar tanto a las personas como a las organizaciones al sufrimiento y al desastre». El libro de Piñuel describe sus motivaciones, sus métodos y cómo escalan el poder hasta alcanzarlo mediante todo tipo de manipulaciones, mentiras, coacciones y amenazas.

Sus nombres no se hacen públicos por el coste (despido o más persecución) que supone para quien lo hace. Y llevarlo a cabo con garantías de éxito solicita un respaldo testimonial de compañeros -casi nadie se atreve-; que los jueces le dediquen tiempo y lupa a la letra pequeña, en la que tantas veces residen las claves de un problema laboral, o un periodismo independiente y con valor para denunciar el despotismo y sus atropellos. Muy pocos trabajan para defender la dignidad del trabajo de los más débiles, que somos una mayoría dividida en tres por el sistema: los que lo hacen con un sueldo que más o menos favorece la pérdida de sus valores, y su zona de confort; aquellos que se dejan la piel en la precariedad que los enajena y en muchos casos destruye su auto estima, y finalmente los invisibles. Ese segmento que engloba a mujeres y a mayores de cuarenta y cinco años en adelante sin empleo, a quienes a los cincuenta ni se les mira el C.V. y a los que la pérdida del estatus laboral los metamorfosea en desterrados y olvidados. Todos son víctimas de esta sociedad laboral en la que la que la CEOE pretende presionar a los médicos de familia para reducir el número de bajas por enfermedades como la gripe, las migrañas o la depresión. A ellos nadie los acucia a otras políticas que no encarezcan el precio de la vivienda y obliguen al 81% de los jóvenes a vivir con sus padres y a un 84% a hacerlo en pisos compartidos.

¿Dónde está la respuesta de los sindicatos? Nadie lo sabe. Ni siquiera ellos mismos. Hace décadas que, al igual que la clase política, no han hecho autocrítica ni renovación de estrategias; carecen de líderes cualificados en su discurso y de capacidad ajedrecística frente a las deshumanizadas directrices económicas que convierten en cenizas nuestros derechos laborales, ciudadanos y de personas. Tres identidades zombis de la precariedad que, según un estudio del Centro de Estudios Demográficos de la Universidad Autónoma de Barcelona, crece desde hace 30 años y será más grave cuando de aquí a 2022, según el informe de World Economic Fórum, desaparezcan 75 millones de puestos de trabajo en todo el mundo. La inteligencia artificial, el big data, la tecnología de la nube, la robotización determinarán la competencia y validez de los nuevos perfiles profesionales. Será la absoluta extinción de la relación laboral tradicional, estable y acompañada de todos los derechos sociales que conlleva la contratación. Un turbio túnel que no presienten los trabajadores que en estos días guerrean huelgas de Renfe, de Iberia en el Prat, o de Alsina en Catalunya y a los que los demás acusamos de boicotearnos nuestras vacaciones, cuando sin garantías de éxito están intentando conseguir mejoras salariales y en algunos casos un salario digno. Ellos no se duermen. Tampoco sueñan. Sólo luchan como pueden por la poca dignidad que nos queda entre el vacío y la espesura. Esa noble honra y amor propio que por un lado nos extirpan las leyes gubernamentales y las empresas económicas, sujetas a las consignas de los poderes financieros. La misma que también nosotros nos quitamos entre nosotros con comportamientos mezquinos, sin apenas respeto y escaso compañerismo.

El Feliz Mundo de Huxley ya no es una distopía. No tenemos intelectuales que entonces eran insumisos, ni universitarios rebeldes de espíritu ni políticos con suficiente conciencia para cambiar las cosas. Ochenta y siete años después la sociedad está ordenada en castas, donde cada uno acepta su lugar en el engranaje social y en el que los millennials despiden sin pudor a los que fueron sus tutores. Poco a poco nos van eliminando la familia, la diversidad cultural, el disfrute de las artes, el espíritu crítico, la estética de rebelarse en combate. Se nos han inoculado el escepticismo, la derrota de antemano, la semilla de otro mundo para el que ya manejan nuestras emociones por medio del Soma. La droga de la evasión que para unos es la alucinación del fútbol, para otros la zafia programación televisa que se ha colado en las sesiones del Congreso convirtiéndolas en realitis, mientras otros se imaginan a refugio en los horizontes de agosto, donde todo suena azul o verde. Hasta que un día nos digan que por soñar o estar despiertos en domingo también tenemos que fichar.

(Hasta los Orwells de Huxley)