Hay algo de fascinante en ver, como hemos visto estos días, a los variopintos aspirantes demócratas a la Casa Blanca dedicados más a despellejarse entre sí que en cargar contra quien será el seguro rival de quien gane finalmente esa carrera.

Pero lo es sobre todo ver a tantos legisladores y políticos, además de algún advenedizo decidido a probar suerte en política, denunciar unánimemente todo lo malo que encuentran en esa «Tierra de los libres y hogar de los valientes», como reza pomposamente el himno estadounidense.

Uno creía de pronto estar siguiendo un programa de la televisión rusa RT, a la que los grandes medios occidentales, que ven siempre el mundo a través de la CNN, reprochan que ofrezca una visión unilateral y siempre sesgada de lo que ocurre en Occidente mientras oculta lo que tiene en casa.

Resultaba fascinante ver a esos aspirantes a la presidencia sacar a la luz la enorme distancia que existe entre las promesas del que su propaganda llama «el sueño americano» y la realidad cotidiana de una nación cada vez más desigual e injusta.

Realidad como el racismo inveterado en un gran sector de la población, la brutalidad homicida de tantos policías cuando tienen enfrente a un individuo de color, o la enorme desproporción de afroamericanos en el sistema penitenciario, en buena parte privado, de EEUU.

El escándalo de que millones de ciudadanos de aquel país no tengan seguro médico y que familias enteras se arruinen si alguno de sus miembros sufre una enfermedad crónica mientras los seguros médicos privados obtienen beneficios desorbitados.

Problemas como el de la drogadicción, que afectan también de modo especial a la población de color, o los abusos consentidos de la industria farmacéutica, que hace que los medicamentos sean, por ejemplo, muchos más caros allí que en el vecino Canadá.

O, para seguir la lista, el atropello de derechos elementales: a la salud, a la vivienda, a la educación, a respirar un aire limpio o beber en casa agua que no esté contaminada por el plomo de viejas tuberías que no se han renovado en un país que al mismo tiempo manda a sus hombres a la luna o gasta billones en armamento.

Y ¿qué decir también del endeudamiento de tantas familias, de tantos cientos de miles de estudiantes que no podrán devolver jamás el dinero que tomaron prestado? ¿Qué, de la pobreza que se extiende por los barrios de muchas ciudades en el país más rico del planeta?

Hubo algo que no mencionaron, sin embargo, los candidatos demócratas al hablar de ese cambio climático que se empeña en negar Trump: el desaforado consumo, impulsado por una publicidad que estimula artificialmente los deseos de la gente, y que, de ampliarse a todo el mundo, haría necesarios los recursos de varios planetas.

Fue en efecto tan fascinante como aleccionador seguir en directo, gracias a la televisión, esos debates. Tras escucharlos, le vino a uno a la mente aquel famoso eslogan de la campaña del demócrata Bill Clinton contra George W. Bush: «¡Es la economía, imbécil!».

«¡Es el sistema, imbécil!», habría que decir, parafraseándolo, ahora. Y un sistema que parece hacer aguas por todas partes no se arregla, como pretenden algunos, con un par de parches.