Tengo que hacer la lista del supermercado. Un kilo de patatas, media docena de huevos, un litro de leche, pasta, algo de pescado, una pistola semiautomática TEC-9, 200 cartuchos 9 x 19 Parabellum, un rifle carabina Hi-Point 995 del calibre 9mm, 400 balas, 100 explosivos, 4 cuchillos y dos kilos de carne picada de cerdo. Cualquier producto cabe en el carrito de la compra de un estadounidense, siempre que puedan costearlo los George Washington de su cartera. De todos los productos de mi lista, el más caro debe ser el cerdo. Con su peste porcina, los chinos han elevado el precio de la carne de gorrino por encima del de la humana.

A las 11 y 15 de la mañana, el 20 de abril de 1999, dos chavales entraron en un instituto de secundaria de una pequeña población de Colorado llamada Columbine, armados con un arsenal parecido al de mi lista de la compra. Asesinaron a 12 estudiantes y un profesor, hirieron a otros y nos conmocionaron al resto. Las autoridades aún se andan preguntando qué pasó por la cabeza de esos chicos en los días previos al ataque. La verdad es tan escurridiza como la propia sombra, cuando uno no está dispuesto a atraparla.

Han pasado más de 20 años de aquel terrible asesinato y, lejos de evitarse, siguen ocurriendo, con mayor o menor sangría, en diferentes lugares de la geografía americana. Casualmente se trata de personas que han sufrido una crisis mental, casualmente habían logrado reunir el dinero, casualmente habían podido adquirir las armas sin el menor tipo de impedimento. Nadie percibió sus intenciones, ni siquiera el cajero de la armería quien suele prestar mucha atención a la estabilidad mental de los clientes.

En la última semana hemos conocido tres nuevos tiroteos ocurridos en Estados Unidos. Todos ellos cometidos por jóvenes de entre 19 y 24 años. Las declaraciones de Donald Trump parecen más enfocadas a culpar a la juventud que al negocio de la venta de armas. Estados Unidos está secuestrado por una industria con mandíbula de acero y dientes como gatillos, tan sensibles a la opinión de un presidente que disparan de forma preventiva sobre la conciencia del pueblo americano.

El discurso es un arma de destrucción masiva. Que se lo digan a George Bush, que aún oculta sus mentiras bajo la alfombra del terrorismo. Su republicano sucesor ha heredado la facilidad para ondear pregones que fomentan el odio y el miedo. La palabra es una herramienta que tanto sirve para componer canciones como para manipular la opinión. Es época electoral y Trump cuida su lenguaje para no escandalizar a votantes con mala memoria. Sus declaraciones podrían resumirse en: «La culpa de las matanzas la tienen los asesinos». Así es, señor presidente, no me convence su obviedad, sobre todo si olvida a quien fomentó su odio, a quien aplaudió su manifiesto, a quien le vendió el arma y a la ley que lo autorizó.

Hoy, las calles de Gilroy, El Paso y Dayton amanecen más grises. El espanto y la incomprensión abaten el ánimo de sus vecinos con un blues que les chirría al oído. Un estribillo cuyo eco se perpetúa desde los pasillos de un instituto de Columbine hasta las amplias avenidas que rodean el centro comercial Cielo Vista. Que recorre el mapa de América con unas notas demasiado pegadizas. Encerrados en los despachos, los accionistas de las fábricas de armas marcan ese siniestro compás que hace danzar a los malditos.