Lomos escuetos a la hora de hablar del severo mundo de la familia. Díganme, ¿no predomina la hipocresía en todo aquello que tiene apariencia de casa? El día a día, nos demuestra, que las familias (no en todos los casos) son amistades a la fuerza. En la sala de lectura de lo cotidiano nos encontramos muchos afectos cansados; junto a la dejadez (paz de aspecto variado) se escribe el prólogo de muchas guerras. Los afectos, la mayoría de ellos, tienen memoria compasiva; son grandes fabricantes de vendas, las mismas que no nos quitamos de nuestros ojos. Dicen que hay que lavar la ropa sucia en familia, pero resulta que muchas de ellas, rechazan lo doméstico y prefieren hacerlo al aire libre... ¡Qué de mentiras, qué de difamaciones, qué de envidias, qué de rivalidades, qué de manipulaciones, se viven en muchas familias!

Llega un momento en la vida que podemos ver sin la servidumbre de los afectos y con sinceridad exclamamos: cómo he podido aguantar tanto. Sí, los años son postulado revalorizador, son capaces de transmitirnos una visión clara de las cosas y sin el mínimo esfuerzo. Siempre he pensado que la madurez es la voz clara de nuestro destino, la plenitud universal que nos da la mano y nos prepara para ser ocasión de búsqueda y resolver el enigma de nuestro autorretrato.

Las familias no siempre resisten el afán de la consanguinidad. Y de la noche a la mañana, muchas se convierten en una referencia de archivo... El verdadero amor es imparcial: no enfrenta, no juzga y no daña. Dicen que una retirada a tiempo es una victoria, yo creo que muchas veces la demoramos por causas que son apoyo de tradición.