Mi querido y añorado amigo Manolo poseía un ritual que cumplía a rajatabla: un cierto número de mañanas a la semana, bajaba a dibujar a la gente en escenarios urbanos malagueños. Uno de sus apostaderos preferidos era la calle Larios.

De vez en cuando me asomo a su galería de imágenes, que por fortuna sigue accesible en internet; más de 3.600 apuntes realizados a lo largo de una década de trabajo que constituyen una fuente inagotable de placer y conocimiento para quienes la visitamos. En cada uno de sus dibujos nunca se sabe qué admirar más, si su trazo tan espontáneo como decidido o la enorme dignidad con la que retrata a sus modelos, rasgos que le definen como un verdadero humanista.

Hoy he vuelto a repasar sus bocetos, una vez más. En ellos he reparado en algo de lo que no había sido plenamente consciente hasta ahora: son un estudio antropológico formidable de la evolución del paisanaje habitual en calle Larios desde 2007 hasta 2017. La profusión de ancianetes con bastón que sestean o degustan su periódico con placidez sobre los bancos de mármol, omnipresentes en los dibujos más antiguos, han desaparecido por completo en los más recientes. ¿Dónde están ahora? No sólo los abuelos, la cuestión es más amplia; ¿dónde han ido los malagueños? Ya no los hay en el centro, al menos ya no pasean por allí. Como mucho, van a trabajar a él y lo abandonan en cuanto termina su jornada laboral.

Echo de menos a mi buen amigo Manolo, y me pregunto qué nos habrían mostrado sus cuadernos dentro de unos años. Pero no me gusta la tendencia que adivino en sus páginas: la pérdida de la ciudad como espacio para la convivencia.