Nunca se sabe dónde el arte hará su revolución. Si en una galería, en una feria internacional, en una calle de un barrio alternativo o en una fábrica a las afueras. Cuando se piensa en el lugar más famoso de su estallido el primer índice señala París, alguno salta el océano hacia Nueva York y quizás otro escoja en el mapa el corazón de Berlín. Pero fue en Viena donde se produjo la más escandalosa de las revoluciones liderada por la fuerza del color pictórico y la sensualidad del dibujo. Ambas mostraron con descaro y profundidad psicológica todas las variantes del erotismo de la mujer. Elegante y simbólicamente hipnótico, expresionista y provocadoramente carnal. Gustav Klimt y Egon Schiele, maestro y discípulo -fascinante y poderoso el retrato de los dos en Los eremitas de 1912 y homenaje del joven apadrinado en las paredes del Museo Leopold-. Dos artistas rebeldes del yo a lo suyo, sin ataduras, con una promiscuidad en busca de musas e intrépidas perspectivas frente al amor marron glacé de Sissi y Francisco José. La aristocracia de los sentimientos sin visceralidad emocional y en su extremo el talento irreverentemente pasional, creativamente vanguardista. Ninguna dama, burguesa, lavandera o prostituta, fue inmune al lenguaje de sus miradas, a las caricias sutiles del cromatismo del primero ni al trazo físico y contorsionado del segundo. Sus cuadros fueron sus lechos de óleo, tinta y gouache.

Su ciudad los venera y exhibe como patrimonio cultural. La seducción geométrica de un instante inmortalizado por Klimt y el arrebato angustioso del deseo y su conflicto retratados por Schiele. La notoriedad de sus trabajos y el diálogo entre ellos son una de las razones más convincentes para visitar Viena. El Museo Belvedere dedicado al pintor que hizo de lo femenino un dorado poema del placer y de la felicidad. El Cubo del Museo Leopold cuyas salas muestran la audacia con las que el otro desnudó su sexualidad con la carne abierta en V. Entre Klimt y Schiele, el cuerpo entregado al éxtasis y a la crudeza. Una lección de arte de la que gozar en ambos espacios ordenados por un excelente discurso narrativo -mejor que historiográfico- sobre la evolución de cada uno, sus fronteras y sus vínculos estéticos con sus compañeros de generación. Nada más entrar el visitante sucumbe a la vitalidad de la pintura y al prodigio del dibujo que irritaron a las ideologías políticas, al catolicismo religioso, a la forma de mirar el arte sin atreverse a sentir las sacudidas interiores que debe provocar en quien lo contempla. Regálense tiempo en ambos museos, desátense de prejuicios morales, dejen que la pintura les brote lo que esconden y les perturba.

Toda revolución comienza con un Manifiesto. Sobre todo en las décadas pespuntadas por dos guerras de las que seguimos siendo sus consecuencias sin cicatrizar. Ni en el pensamiento político ni en el contrato social. Su fantasma visitándonos cada vez que lo convocamos con el viejo odio bruñido del que está hecho el envés del corazón. Los americanos bombardearon la Ópera de Viena y entre sus escombros pereció la Humanidad. Muchos años después las milicias serbias incendiaron la Biblioteca de Sarajevo. Se hacen leyes y literatura de conciencia contra las víctimas inocentes de lo bélico. De nada sirven. Tampoco las utopías. Poco duró la de la Secession vienesa: «A cada época su arte, al arte su libertad» plasmó Ludwig Hevesi en el frontón del enigmático edificio con calada esfera dorada construido por Joseph Maria Olbrich en Friedrichstasse 12 y celebrado al público con el friso de Beethoven de Klimt en 1897. Un bellísimo mosaico sobre la búsqueda de la felicidad con musas, el velludo monstruo Tifeo, las gorgonas de la enfermedad, de la locura, de la gula, de la lujuria y la muerte, y el desenlace final de una pareja besándose en un abrazo de mundo. Tampoco la calidad de su modernísima revista Ver Sacrum con innovadoras portadas y tipografías de Moser Koloman tuvieron larga vida. Aquel movimiento, que en Francia se llamó Art Nouveau, Modern Style en Inglaterra, Liberty en Estados Unidos y en España Modernismo, cerró las puertas de su Pabellón en 1905 pero el futuro ya había sido inaugurado. Sus integrantes transformaron la ciudad y de su atrevido arte se disfruta en las fachadas de la casa de Las Mayóricas de Otto Wagner, también suya la estación de metro de la Karlsplatz, y la de la casa Porfois con piel de cerámica verde de Max Fabiani.

Es inevitable pensar en el esplendor de ese fin de siècle, cuyas copas de vino y de champagne hicieron añicos los cañones de la guerra, cuando se recorren las salas del Belvedere y del Leopold disfrutando con la muestra de sus fondos Viena 1900. Sorprendente la exquisitez impresionista de Klimt en los retratos con delicadeza de color y destreza clásica de Amalie Zuckerkandl, Pauline Flöge y de Lara Klimt, radiantes promesas de sus mujeres simbolistas, y la magia de Sunflower de 1907 insinuando una mujer girasol vestida de verde que más adelante será una conquista geométrica, el abrazo amante del color. Es un deleite la perfecta ejecución de los sigilosos apuntes femeninos con los que Klimt se luce a lápiz escribiendo fugaz y con trazo limpio la idea sentimental de la figura y la sensualidad que transmite. Y una joya acuarelada su Bailarina flamenca de 1812. Adorna el Museo al maestro rodeándolo de un desvestido femenino con antifaz negro de Max Kurzweil; de la odalisca emergiendo carnal entre sábanas de Johann Baptist Reiter y con la Die Dame am Spinne de Hans Makart ensimismada de espaldas en la lectura de un libro. También junto a él Schiele, descomunal, gesticulante y prestidigitador del dibujo, con sus maravillosos desnudos de mujeres en medias, bocetos con vida propia de una escenografía del deseo que culmina con Mujer yacente de 1917, melancólica y sexual. Nada que ver con la ternura de retrato de su pareja Wally Neuzil que refleja en sus ojos azules la mirada enamorada del pintor, ni con su fragilidad emocional al dibujarse hermoso efebo de rasgos japoneses en kimono rojo, o con una mirada interrogante que tanto contrastan con la pintura de su cuerpo despojado en actitud agresiva, exponente del expresionismo radical que primero expresó lirismo con Edith y culmina rezumando combate pasional con Amantes de 1917. También él arropado por el Mercado de flores del precursor de la modernidad Theodor von Hörmann; por la figura masculina de Anton Kolig que augura a Lucien Freud; el espléndido Kirchner Los desnudos en el estudio; los naipes del tarot art nouveau de Ditha Moser; el mobiliario del salón Hellmann de Koloman Moser y por el interior del café Museum ideado como cóctel espacial por Adolf Loos.

Las formidables exposiciones de los imprescindibles Belvedere y Leopold, se complementan refinadamente con los diseños de objetos y muebles del Museo de Artes Aplicadas (MAK), y se enriquecen con el Museo Albertina donde el arte enseña la evanescente atmósfera de Chagall; la fuerza de Kupka y de Max Beckmann; el expresionismo de Oscar Kokoschka; omnipresente Klimt con la hechicera vaporosisad de su mujer de negro a sanguina con capa y sombrero, o de ese mismo1898 el de otras féminas con ecos de Toulouse-Lautrec. Encantadoramente escénico el cuadro de Max Oppnheimer con sus jugadores de ajedrez entre periódicos y tazas de verlängerter, moka o türkischer cuya partida podría haberse ejecutado en el Café Hawelka. En su penumbra literaria busqué sin éxito a Stefan Zweig y decidí improvisar una historia fotográfica persiguiendo su rastro a través de las casas de humo y de espejos. Lo aguardé en el Café Sperl con sus sillas número 14 de Thonet, sus mesas de billar y su generosa oferta de prensa europea. Enmarcado por la cámara de mi amiga Margarita Méndez-Aguirre insistí en hallarlo bajo la noria del Prater de El Tercer Hombre, y en el Bar Americano de Loos. Fue en el Standtpark donde encontré a un elegante jubilado de blanco vienés junto a su mujer y con su complicidad los convertí en el final feliz de mi relato Zweig.

El broche Löffler al viaje por la cara A de una ciudad en la que la Ofelia de Klimt, insomne y femme fatal, no flota en la corriente del Danubio que no es azul. Lo hace en el estanque que alberga el espejismo de la iglesia barroca de San Carlos de Borromeo cuando apagan los museos, y a las 23 horas Viena duerme profundamente Haydn.