Pocos cantantes hicieron más por popularizar la ópera a finales del siglo pasado que Plácido Domingo. Él y Luciano Pavarotti mantenían una rivalidad que tenía algo de interés mutuo, de provocación compartida y de lucha de divos. Ambos eran extrovertidos y carismáticos, hábiles y ambiciosos. Ambos tuvieron la suerte de vivir una época en la que los grandes tenores del pasado -Björling, Corelli, Di Stefano, del Monaco, Bergonzi- o bien habían muerto, o bien sus recursos vocales empezaban a decaer notablemente. Ambos supieron aprovechar el potencial pop de las compañías discográficas, gracias también a la calidad sonora de las nuevas tecnologías de reproducción. Entre sus rivales, Alfredo Kraus no sólo era mayor sino que su estilo de canto elegante y aristocrático, unido a la parquedad de su repertorio, lo confinaron al ámbito de un público más refinado; mientras que, debido a uno u otro motivo, Carreras, Aragall y Araiza -por citar a otros tres grandes tenores de aquellas décadas- nunca compitieron en la misma liga. Domingo y Pavarotti disfrutaron, pues, de una posición de privilegio y dominio difícilmente repetible en el futuro. Eran, desde luego, cantantes diferentes y, a menudo, complementarios. De mayor belleza vocal el italiano, mucho mejor preparado técnicamente y de emisión más ortodoxa; más versátil y apasionado el madrileño, y aunque tendía con frecuencia al histrionismo -no se puede calificar de elegante su línea vocal-, su canto resultaba profundamente creíble y musical, apoyado sin duda en sus cualidades actorales y en la riqueza en armónicos de su voz. Tras el enorme éxito comercial de los Tres Tenores en el verano de 1990, que marcó un antes y un después en la popularización de la ópera, Domingo gozó de una época gloriosa sin apenas otro límite que reinventarse a sí mismo. Mientras José Carreras era ya apenas una sombra de sí mismo y Pavarotti decía adiós a sus mejores años, Plácido Domingo se adentraba en el repertorio wagneriano, totalmente vedado a la mayoría de cantantes del repertorio italiano. Nadie podía prever en aquel momento ni la duración asombrosa de su carrera -debutó en 1959 interpretando a Pascual en Marina y el mes pasado mi hija, con once años, todavía pudo escucharlo en Madrid interpretando Giovanna d'Arco- ni la magnitud de su obsesión por las cifras, que le llevaría a querer batir un récord tras otro. Y a conseguirlo, a pesar de sus más que precarias condiciones vocales y de su discutible salto a la cuerda de barítono.

Cuando yo vivía en Nueva York a mediados de los noventa y acudía casi cada semana al gallinero del MET, el donjuanismo de Plácido Domingo era ya una especie de secreto a voces en el mundillo de la ópera, como el de tantos otros cantantes, músicos y artistas. Se decía simplemente que le gustaban las mujeres y con ello se daban a entender muchas cosas, aunque nunca tuve la sensación de que se hablara de algo delictivo. Las acusaciones que ahora pesan sobre él -ciertas o no- acelerarán notablemente el final de su carrera, muy lastrada ya por la edad. Con él desaparecerá el último eslabón de una larga cadena de cantantes que desde Caruso lograron traspasar las paredes del coliseo operístico para alcanzar la fama entre el gran público. Nadie ha cantado tanto como Domingo ni con una calidad media tan aceptable en los papeles más dispares. Recuerdo especialmente la fiereza lírica de su Otello, una Manon Lescaut discográfica realmente memorable junto a Monserrat Caballé, sus innumerables Cavaradossi y un Parsifal ya envejecido pero noblemente cantado con Christian Thielemann. Su destino ahora recuerda al de un dios caído. Hay algo siempre trágico en los mitos.