Creo recordar que la distinción entre introvertidos y extrovertidos la planteó por primera vez el psicoanalista suizo Carl Gustav Jung en su libro Tipos psicológicos, aunque puedo estar equivocado y quizá su genealogía se remonte mucho más atrás en el tiempo. Lo que sí hizo Jung fue popularizar esa división entre dos modos de relacionarse con el mundo. Se dice que un tercio de la población es más bien introvertido y los dos tercios restantes extrovertidos. Los primeros se recogen en sí mismos y necesitan horas diarias de soledad, mientras que los segundos buscan continuamente compañía. Los primeros tienden naturalmente a la timidez y la reflexión; los segundos, a la expansión. Los primeros prefieren reunirse con una o dos personas, en la intimidad de las confidencias; los segundos, en cambio, aman las experiencias grupales y la alegría propia de la convivencia. Los introvertidos pueden disfrutar en una fiesta, pero ven consumirse sus energías como si corrieran una maratón; los extrovertidos, por su parte, se sienten eufóricos entre el gentío y se deprimen en la soledad. Con su libro Quiet: The Power of Introverts, Susan Cain reivindicó la necesidad de la introversión en un mundo que parece regido por los valores y la vitalidad de los extrovertidos. «Ser el mejor comunicador -dijo- no significa que tengas las mejores ideas» y, en realidad, así es. No hay ninguna relación entre ambas cosas. No sólo eso: la civilización, tal y como la entendemos, resultaría inconcebible sin los frutos de la introversión: ya sean obras de arte, ensayos filosóficos o composiciones musicales. Hay un brillo en la historia nítidamente introvertido.

El libro de Susan Cain sirvió para situar en el debate público las necesidades -hoy a menudo sospechosas- de un tipo de personalidad que requiere una socialización distinta a la habitual en los colegios o en los centros de trabajo. Esta semana, Tyler Cowen recogía en su blog una noticia del periódico canadiense The Globe and Mail acerca del éxito de una agencia de viajes en Dakota del Sur que ha lanzado un programa de vacaciones pensado para introvertidos: grupos pequeños y horas y horas de soledad. La propuesta se suma a una nueva modalidad vacacional dirigida a identidades concretas: ya sean hoteles sólo para mujeres (o para hombres, o sin niños) o cruceros para solteros. ¿Y por qué no, claro está, viajes organizados de acuerdo con el perfil psicológico del cliente? Cabe aventurar que en el futuro veremos una mayor oferta en esta línea.

Porque, en el fondo, nuestra sociedad se encuentra cada vez más atomizada y soportamos peor las diferencias, sean del signo que sean. También es la consecuencia de una anterior falta de respeto, de un empobrecimiento general de los estándares de educación, que nos invitan a mostrar sin límites -de forma casi grotesca- todos los aspectos de nuestra personalidad, como si así uno fuera más auténtico o más valioso. La atomización social por supuesto parece proteger la diversidad humana, pero en realidad sucede al contrario: nos empobrece aislándonos aún más y rompiendo la cohesión cívica. Bien está que se favorezca un mundo más acogedor para los introvertidos o para cualquier otra identidad. Pero haríamos mal interpretando esta apertura como un variante del mercado, donde se ofrece a cada uno el producto que más desea. La sociedad no funciona como las relaciones comerciales. Al contrario, a menudo hay que protegerse de los excesos del marketing y del consumo.