Los "familiares" del Santo Oficio nutrían la red de soplones al servicio de la Inquisición. Además de cobrar por sus delaciones y obtener otras prebendas, estaban protegidos ante posibles represalias de los denunciados, incluyendo su completo anonimato. Quienes han estudiado a este ominoso tribunal subrayan el lamentable papel de estos personajes, que llegaron a ser multitud, así como sus lacerantes perversidades, que convirtieron a la España de la época en un auténtico infierno. Sus numerosas víctimas no sabían muchas veces ni quién les acusaba ni porqué, precisamente por el secreto funcionamiento de estos deplorables chivatos, herederos de los odiosos sicofantes en Grecia o de los delatores que abundaron en Roma hasta que se hartaron de ellos y los condenaron a perder la lengua y ser ahogados para escarnio público.

La Unión Europea acaba de promulgar una directiva sobre los llamados whistleblowers, o informantes de irregularidades tanto en el ámbito administrativo como en empresas privadas de cierta dimensión. Esta regulación, que les blinda en su actuación sin hacer lo propio con los acusados ni establecer tampoco medidas eficaces frente a las incriminaciones falsas, constituye un nuevo eslabón en el triste resurgimiento de aquellas infaustas figuras históricas, que siempre han producido en las sociedades donde han tenido la desgracia de arraigar bastantes más perjuicios que los beneficios que pudieran aportar, entre otros la implantación de un régimen de sospecha ciudadana profundamente tóxico y disgregador, como por cierto advirtieron en su día los clásicos del pensamiento, desde Montesquieu a Beccaria.

Añádase a esto la indefensión que se le ocasiona al afectado, que no sabrá quién está detrás de una delación y no podrá combatir con plenitud de armas jurídicas su origen y posibles causas, tan cruciales para su esclarecimiento. Por no mencionar el daño irreparable al honor del sometido a este marujeo institucionalizado, especialmente cuando se persigue solo esa calumnia que algo queda.

Quienes defienden a estos soplones anónimos nos deben explicar con detenimiento si consideran que los fiscales, los jueces, la fuerzas y cuerpos de seguridad del Estado, los altos funcionarios, los organismos especializados de control público, los partidos o los restantes agentes sociales están haciendo tan mal su cometido como para que debamos recurrir a ellos. Solo se justificaría la acusación secreta de ilegalidades cuando esta ingente estructura resultara un soberano desastre en la persecución del fraude, cosa que no parece suceder a la vista de los meritorios resultados obtenidos en los últimos tiempos.

Nuestro ordenamiento, hasta ahora, ha venido por regla general obligando a identificar al denunciante, e incluso en algunos casos a exigirle una suma económica como garantía de la seriedad de su acusación. Este tiene todo el derecho del mundo, e incluso la obligación, de poner en conocimiento de la autoridad hechos que puedan ser constitutivos de cualquier ilícito, pero tal circunstancia debe congeniarse como es debido con las capacidades de defensa del acusado, lo que entiende cualquiera que tenga dos dedos de frente y crea en un verdadero Estado de Derecho. Sospecho que los abanderados de este resucitado populismo legal no desearán verse expuestos a esas imputaciones reservadas que tan alegremente patrocinan.

Amparar al denunciante en su loable función de colaborar con la justicia, castigando con ejemplaridad las posibles venganzas a las que se vea amenazado, nada tiene que ver con abrir la puerta a canales de denuncias anónimas que se convertirán en estercoleros de chismes en los que lo de menos será velar por la ley, como pronto comprobaremos.