Del verde al rojo sólo hay una chispa seca de negligencia o de intención. El soplo que utilizó el bíblico Dios para ordenarle a Moisés su primera misión, y el mismo con el que Belcebú enciende la ambición humana que luego condena a la naturaleza del infierno donde arde el alma del mal. De ambos amarillos en ignición tiene cada cultura su mitología y su religión. El zoroastrismo que hace 4.000 años tuvo al fuego como principio de todo y de cuyo monoteísmo surgirían el judaísmo, el cristianismo y el islamismo, también con su presencia como purificación, castigo, ofrenda, luz y el lugar sobre el que ha de cruzar el espíritu de los muertos camino del paraíso. Igualmente lo encontramos en los más antiguos oráculos como el Yi King de Confucio. Uno de los cinco libros, filosófico y cosmogónico, cuyas letras chinas afirman que el fuego comprende al sur, al rojo, al verano y al corazón. Los incendios de Estepona, de Gran Canaria y del Amazonas certifican, más que el resto de Memorias de lo Sagrado y del Hombre, lo que el sabio del Estado de Lu compuso marcando hexagramas con una vara de metal candente en el caparazón de una tortuga. Una punta encendida de rojo ardiente para explicarnos el enigma del fuego que nace de un golpe de llama. Lo que nadie sabe es por qué enseguida de ella y de su cabello despeinado se enamora el viento. Una pasión que se copula por el aire extendiendo el fulgor de su viaje, su metamorfosis macho en fuego desbocado. Las consecuencias las tenemos cada cual cerca de su casa y en la de todos. El monte, el bosque, la isla, el gran pulmón de la Tierra. El fuego se está quemando y todo lo devora. Sucede cada año y extrañamente nos sigue sorprendiendo.

Huelva, Cuenca, Tarragona, Valencia, Toledo, Madrid, capitales con este sarampión manchando, a lo largo y ancho de 2019, la piel del mapa de sus provincias con lumbres que no quema el papel pero provoca que la políticas de prevención huelan a chamuscado. No sólo el cambio climático, la deseducación y el trastorno piromaníaco de algunos individuos son los culpables. La carencia o precariedad de medidas medio ambientales tienen su gran peso negro de responsabilidad en el dramático desenlace provocado por la fatídica «Regla del 30»: más de 30ºC de temperatura, más de 30 km/h de viento y menos de un 30% de humedad. De su suma resultan las 57.700 hectáreas de superficie calcinadas hasta hace cuatro días. Vistas desde el aire eran llagas en carne viva con metástasis en el paisaje, y cuando el humo se disipa su herida parece un moratón que se hunde bajo la tierra gangrenada en sus raíces. Desde cerca, a pie heroico de los bomberos, de los guardas forestales y de las brigadas de protección civil que se la juegan frente a la lumbre que corre despavorida de sí misma, es su rugido lo que estremece los sentidos. Su silbido, el ronco torrente que suena dentro, la espolvurización como se define técnicamente el sonido del fuego que crepita, cruje y aúlla, es el eco que los despierta en ascuas muchas noches después, cuando sólo flamea el silencio o el estrepito de las alas esclerotizadas de los grillos en serenata a las hembras o en intimidación a sus rivales. Nada que ver con el temible alboroto naranja y rojo de las 8.302 veces que han sentido desde junio en combate calor a cuerpo. El doble de veces que el pasado año.

Este verano a punto de expirar ha sido el quinto más intenso en el protagonismo feroz del fuego, todos los fuegos, enhebrando el paisaje español de pinares, quejigos, alcornoques, encinal, palmerales, la jarrilla de Inaguas y el turnero peludo. La flora siniestrada que pone en peligro especies de belleza en extinción como el pinzón azul de Gran Canaria. La hermosa isla de mi amiga Coca de Armas de la que nos regala amaneceres fotográficos desde santa Brígida y por la que me condujo con su cultura ilustrada y de antigua consejera de Turismo y presidenta del Patronato de Turismo por las sierras de Tejeda y de Artenara, dos ventanas con verde en su volcánico corazón, desde las que asomarse a las dunas doradas del atardecer o a la niebla de su magia. Un hábitat sobre el que Miguel Ángel Soto, responsable de Bosques de Greenpeace, ha catalogado como el peor incendio de los últimos años en España y con un rico patrimonio natural de numerosas especies endémicas amenazadas. También las 330 hectáreas en la zona baja de Sierra Bermeja en Estepona se encuentran dentro de la Zona de Especial Conservación de la Red Natura 2000 impulsada por la Unión Europea para conservar la biodiversidad. Miembros de Ecologistas en Acción explican que, aunque el bosque mediterráneo es pirófilo y se regenera después de un incendio, la constante construcción de urbanizaciones y los periódicos incendios hacen imposible esa regeneración.

Ninguna administración política les hace caso. El ladrillo continúa siendo la piedra filosofal del empleo y del dinero, vertical en ambos casos. Especialmente en el litoral andaluz y en Málaga donde se quiere enladrillar hasta el oleaje del horizonte de La Farola. Los políticos tan dados a los eslóganes nunca se acuerdan del que creó la revista Quercus en los noventa «Los fuegos se apagan en invierno», previniéndolos claro está. Por ejemplo con un Plan de Autoprotección en zonas urbanas cercanas a los bosques, creando perímetros con cortafuegos y franjas retardantes de larga duración o regulando la vegetación. Igual que con la limpieza de las malezas y arbustos sin controlar; podando los árboles que por su edad se aprovechen para madera y plantando nuevos árboles de acuerdo a cada zona; convenciendo a los ganaderos para que busquen alternativas al fuego, como los desbroces mecánicos y la mejora de pastizales, con el apoyo de los sindicatos agrarios y aplicando incentivos fiscales para que profesionales forestales se encarguen de una gestión sostenible, considerada de interés general por la Ley de Montes, para garantizar la conservación y mejora de los montes y, de paso, generar riqueza y empleo en el medio rural. Y con acciones contundentes de las Fiscalías de Medio Ambiente, que deben dejar claro que no hay impunidad para los responsables.

Esto último habría que aplicarlo contundentemente y pronto en Brasil donde su y nuestra Amazonia arde bajo las fauces de 72.843 incendios -frente a 39.759 en el mismo período del año pasado (9.500 más solo en la última semana)- desde la frontera con Perú hasta la frontera de Venezuela, pasando por zonas protegidas como el parque nacional Chapada dos Guimarães en Mato Grosso. Incendios que coinciden con niveles muy altos de deforestación que, según la mayoría de los expertos, tienen que ver con la falta de interés en la protección medioambiental del Gobierno del presidente ultraconservador Jair Bolsonaro, que tomó posesión en enero de este año. El secretario general de la ONU, Antonio Guterres, expresó el pasado jueves su profunda preocupación «en medio de la crisis climática global, no podemos permitirnos dañar más una de nuestras fuentes de oxígeno y biodiversidad». También se ha sumado el presidente francés incluyendo la hoguera de esta crisis en la reunión del G-7. Pero a la hora de verdad ni en Brasil ni en España se hace nada de lo que se dice necesario hacer. Persiste aquí la desidia en la prevención y en Brasil Bolsonaro quita hierro a la preocupante situación. Sólo las oenegés, como Greenpeace entre otras, junto con el Instituto de Investigación Ambiental de la Amazonía, denuncian que no hay fuegos naturales en el Amazonas y si una delictiva acción de empresas para despejar las áreas quemadas y cultivar soja con la que hacer piensos para alimentar cerdos. En los últimos tres años se han destruido 70.000 km2 de selva amazónica debido a la expansión de los cultivos de soja, a pesar de la intensa campaña de Greenpeace en 2006 y del acuerdo con las grandes empresas exportadoras de Soja de Brasil para prohibir su compra procedente de áreas recientemente deforestadas en el interior de la Amazonia o de soja producida de granjeros que utilizan trabajo forzado.

Los incendios forestales no sólo arrasan a las puertas de casa o en las islas de abajo. Están causando estragos en el Ártico, y afectan a zonas del norte de Siberia, del norte de Escandinavia, Alaska y Groenlandia. Nuestro futuro, tan precario y amenazado en tantas cuestiones importantes, está que arde. Si entre todos no tomamos medidas urgentes y participamos de ellas, el azul y el verde serán colores del pasado.