Tony Soprano no era tan malo. Es decir, si ignoramos deliberadamente los ajustes de cuentas, la comisión de múltiples asesinatos, las extorsiones, el adulterio, el tráfico de drogas, la prostitución, la usura, el robo y el blanqueo de dinero, Tony Soprano, en el fondo, tampoco era tan malo. Tranquilos, no me miren así. No olviden ustedes que, bajo el filtro del celuloide cinematográfico, lo blanco puede volverse negro y viceversa. La moral se difumina y nuestras afinidades, les guste o no, se vuelcan en función de las simpatías, y no en aras de lo políticamente correcto. ¿Acaso no aplaudieron ustedes aquella escena memorable en la que Michael Corleone le casca un par de tiros al Turco y al capitán McCluskey? A niveles de ficción, las empatías se mueven con manga ancha. Pero, ¡ay!, si nos quitamos esas gafas, la luz, como Macbeth hubiera dicho, se oscurece. Y si, de repente, leyéramos en las noticias que, en Málaga, un miembro del crimen organizado fulmina de un par de balazos a un emisario de una banda rival y a un oficial de las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado, nuestra valoración, evidentemente, cambiaría. Daríamos un salto que va desde la comprensible empatía cinematográfica hasta el inevitable horror que se deriva de la cruda realidad. Por eso mismo, volviendo a Tony, a los Soprano, les confieso que se me escapaba la risa floja cuando el colega ni siquiera guardaba las formas en el negocio que, aparentemente, utilizaba como tapadera empresarial a fin de justificar las inconmensurables ganancias procedentes de lo delictivo. Y así, con toda la jeta, el jefe de los Soprano, si le preguntabas que a qué se dedicaba, contestaba que a la gestión de residuos. Aquella respuesta no era ninguna mentira, al menos en parte. Verdaderamente, este macho alfa, amante de los animales, tan capaz de abrazar a un pato como de hundirle los pulgares en los ojos a quien se le enfrentara con un leve desaire, gestionaba los residuos de su municipalidad pero, quizá, de una manera algo sui generis. En más de un capítulo, le veíamos a él o a los suyos transportando las basuras de Nueva Jersey a fin de colocarlas en el primer agujero que encontraran, ya fuera una esquina, un hoyo en el campo o el cauce de un río. Aquella fanfarria chapucera que tan cutremente utilizaban para guardar las formas me hacía reír. Pero claro, si, como les digo, me quito las gafas del celuloide, lo que me produce un acto así no es otra cosa que indignación. Y si, volviendo al mundo real, con los pies en la tierra, me entero de que dos empleados municipales del servicio de recogida de residuos de Marbella son grabados mientras arrojan un puñado de bolsas de basura al cauce del arroyo Segundo, el sentimiento que me genera es asco. Tanto más, teniendo a su vera, justo detrás de ellos, el propio camión de la basura. Un vehículo que sí, que será la máquina que más ruido produce de manera injustificada pero que, servir, lo que es servir, sirve para eso, para recoger las basuras. Todo mal, evidentemente, causa su claro rechazo en la generalidad de la ciudadanía. El mal viene a ser el mal, lo cometa quien lo comenta. Pero cuando el mal lo ejecuta aquel que está encargado de proteger el bien que se lesiona, mi indignación, si me lo permiten, se vuelve deluxe. Que un operario de las basuras arroje residuos a un río no es como si los arrojara yo. Es igual que si abusara de un menor un maestro o nos robara un policía. El cabreo se torna todavía más inadmisible cuando el vigilante es quien nos traiciona. Pero ojo, todos somos responsables a nuestro particular nivel. Tengan en cuenta que la basura que riega los suelos del Centro de Málaga en las madrugadas de Feria no la arrojan los operarios de la empresa de limpieza. Al final, el concepto moral de ciudadanía reposa sobre la clarísima distinción que se deriva de lo cívico y lo incívico. Y ahí, en esas categorías, entramos todos. Que nuestra ciudad, según el último informe elaborado por la OCU, se sitúe entre las más sucias de España no sólo va a ser culpa del que limpia, sino también del que ensucia.