Me gusta poner la mesa. Casi tanto como comer a mesa puesta en un buen restaurante. Un día eres joven y al siguiente te gusta poner la mesa. E incluso escribir de ello. En la larga adolescencia uno se levantaba los fines de semana a una hora decentemente indecente y mamá ya había puesto la mesa. Entre las desventajas de ser adulto, o huérfano, está el no poder ya nunca ir de la cama a la mesa y de la mesa al sofá.

A ver, poder puedes, pero te encuentras la mesa vacía. Sin las servilletas, de tela por supuesto, bien dobladas. Sin los cubiertos, los vasos, los platos y una fuente en el centro. O dos. Me gusta poner la mesa. Esa pequeña felicidad que da -mientras extiendes el mantel- la expectativa de almorzar con los tuyos. Incluso con los suyos o con los de ellos. Ese placer de pellizcar el pan antes de depositarlo en la mesa. Ese run run, esa pequeña algarabía en la cocina, la magia del aperitivo, tal vez una aceituna en la boca, para el camino de la cocina al comedor. No debe haber ninguna persona que no recuerde a sus mayores incitándolo algún día de su niñez a poner la mesa. Niño, ayúdame a poner la mesa. El niño se hacía el loco casi siempre. Salvo algún día que, barruntando una recompensa, se mostraba colaborativo y portaba algo, tal vez la jarra del agua, la botella de vino o una sopera. Todas las familias comen sopa pero cada una lo hace a su manera. A veces, cuando me encuentro un poco triste o perdido recuerdo mi sitio en la mesa en aquella casa familiar en la que me crié y a la que ya nunca podré volver. Era una mesa de madera, extensible, ideal para cuatro, apta para seis. Un día me vi almorzando solo en ella y empecé a comprenderlo casi todo.

Me gusta poner la mesa, la de cada día, no hablemos ya de las extraordinarias, esas como las mesas navideñas, plagadas de adornos y viandas y cuencos para salsas y adminículos brillantes para manejar el marisco que eran guardados en unos cajones que casi nunca se abrían, junto a una cubertería blanquísima. La de las grandes ocasiones. Cenar es otra cosa. Cenar es más de bandeja y sofá que de mesa tradicional. Cena cada uno a lo suyo, cada uno a su hora, cada uno con su telefonito incluso. Son cenas con la tele y no con conversación. O sí, pero distinta. La cena se presta a hacer balance de la jornada, a la frugalidad y a la elección de una serie. En el almuerzo aún se puede hablar sobre proyectos del día en curso. O planear una cena fuera de la normalidad.