Hace tan sólo unos días que me arrojaban al whatsapp un video viral procedente, según informan los medios, del santuario animalista Almas Veganas. Mi anónimo remitente, una fuente aséptica y de confianza de cuyo nombre no quiero acordarme, me lo colocó en bandeja con un ambiguo «ahí lo llevas». Expectante, apuré mi taza de café y, tras cliquear la reproducción del archivo, voy y me topo en pantalla con dos señoritas, o señoras, que, frente a lo que viene a ser un corral, cogen y revientan un par de huevos contra el suelo mientras alegan, bajo los razonamientos de una arenga más que justa, que se los devuelven a las gallinas porque son suyos. A mayor abundamiento, no quisiera omitir que el referido discurso se proclama a la par que aflora la incontenible concurrencia de las ponedoras persiguiendo el picoteo o la degustación de lo que bien pudiéramos denominar, nunca mejor dicho, sus propios «huevos estrellaos». Seguidamente, las promotoras, con claro interés divulgativo, daban razones de su particular gestión de los huevos y de la metodología que prevén para evitar la descalcificación que a las plumíferas pudiera ocasionar un eventual descontrol de la puesta. Todo ello, argumentan, «buscando la mejor opción para que las gallinas estén bien y disfruten de una vida tranquila y digna». A estos mismos efectos, fíjense ustedes si afinan, exponen que "tuvieron que separar a las gallinas de los gallos para evitar que estos las violaran". Y es aquí, en el concepto de gallo violador, donde quisiera desatar mi trama. Es posible que a Almas Veganas, lo digo a los solos efectos de aportar mejoras al referido modelo de gestión aviar, le convenga profundizar en una cuestión que, a mi parecer y siempre dentro de su impecable discurso, le cojea. Si su ideología persigue, entre otras cosas, una vida digna para las aves de corral, es de cajón sostener, cae por su propio peso, que dicha dignidad vital incluye o debiera incluir el pleno desarrollo de la libertad sexual de las gallinas. Si negáramos esta premisa, el discurso haría aguas y bien pudiera llegar a interpretarse que dicha gestión cortijera entiende ese «disfrute de una vida tranquila y digna» de manera parcelada y a conveniencia de los ideólogos regentes. Como si de una suerte de Gilead Aviar se tratara.

La violación, preceptúa el Código Penal, no deja de ser, para entendernos, la mayor intensidad o ataque que puede cometerse contra la libertad y la indemnidad sexual, esto es, una agresión sexual cualificada en la que se precisa, en primer lugar, que el agresor se enfrente a la voluntad de la víctima con violencia e intimidación y, en segundo lugar, el acceso carnal o la introducción de miembros u objetos por cualquier orificio corporal. Aun olvidando deliberadamente el hecho de que el precepto legal admitiría en su encuadre los casos de violación inversa o que, por ejemplo, una gallina forzara prácticas fricativas con otra gallina, cuestiones ambas demasiado técnicas y que quizá hayan podido escurrirse del discurso de Almas Veganas, lo que sí que se debería estudiar en profundidad no es otra cosa que la inequívoca voluntad de la gallina para disponer o no de su cuerpo, esto es, su claro consentimiento. No vaya a ser que ella sí que quiera trincarse al gallo y, en lugar de salvaguardar su libertad sexual, estemos, más bien, coartando la misma, la cual comprende, ¿quién lo duda?, la posibilidad de disponer de sus pechugas con quien quiera y como quiera. Pero ojo, tampoco dejemos de tomar en consideración, a modo de prevención, el hipotético supuesto en el que el gallo, con la cresta ya doblada, pudiera verse forzado a dar satisfacción corporal a todo el colectivo de gallinas, muy superiores en número. Y claro, a la criatura, como a aquel señor del chiste de Chiquito, no le quedaría más que cacarear aquello de, «pero cariño, ¿tendremos que comer?» ¿Cómo conocer, Almas Veganas, el indubitado consentimiento de las gallinas a fin de imputar o no la violación? Podríamos, propongo, disfrazarnos de Caponata y camuflarnos en el corral para inducir y definir un estudio psicosocial, pormenorizado, individualizado y computable, del comportamiento de las mismas frente al gallo. Y mientras tanto, sugiero, por si acaso, dejar a éste, por ejemplo, en libertad vigilada. ¿Alguien da más?