Leí hace algún tiempo en uno de los diarios del grupo que los dos principales partidos de la derecha, PP y Ciudadanos, se oponían a la construcción de un bosque urbano en los antiguos terrenos de una petrolera en Málaga.

Era un petición de toda la izquierda municipal, y, según el mismo diario, la derecha gobernante se ha unido también en el rechazo de una consulta ciudadana para determinar cuál el mejor uso que podría hacerse de esos terrenos.

Parece que a ésa le da miedo consultar a la gente sobre el proyecto de construir allí en cambio, como pretenden algunos, un rascacielos y miles de viviendas.

La plataforma ciudadana a favor de un bosque urbano nació hace tres años y cuenta con 50.000 firmas. La capital de la Costa del Sol no cumple con la recomendación de la Organización Mundial de la Salud sobre zonas verdes: entre 15 o 20 metros cuadrados por habitante.

No es un problema exclusivo de Málaga, ciudad que sufre además las consecuencias de un turismo invasor, sino por desgracia generalizado: los españoles tenemos desde siempre una relación conflictiva con el árbol, y no me refiero a esos locos, criminales o simplemente ignorantes que queman de cuando en cuando nuestros bosques.

Dice la leyenda que hubo un tiempo en que la península estaba hasta tal extremo cubierta de árboles que una ardilla podía viajar desde la punta de Gibraltar hasta el Cantábrico sin pisar una sola vez el suelo.

Muchos tratan de explicar la deforestación por la enorme demanda de madera sobre todo para la construcción de buques como los de la Armada Invencible, pero han intervenido a lo largo de los siglos otros factores como el cambio de uso de la tierra para la ganadería y la agricultura.

La destrucción del paisaje ha continuado por culpa también del llamado boom de la construcción y en especial por la proliferación desordenada de urbanizaciones sobre todo a lo largo de nuestras costas, donde muchas veces no queda un solo monte sin urbanizar.

¿Por qué abundan tanto últimamente en las ciudades las 'plazas duras' sin bancos donde sentarse, sin fuentes de agua potable con las que calmar la sed, sin árboles generadores de sombra, plazas expuestas al sol implacable del verano, invadidas tal vez por las terrazas de alguna franquicia?

Cuando se peatonalizan muchas veces calles y barrios enteros de las ciudades se piensa con frecuencia más precisamente en los restaurantes de comida rápida y otras franquicias que en los árboles que podrían contribuir a mejorar la calidad del aire y con ella, la salud de todos.

¿Por qué se adornan tantas rotondas en este país con absurdas y con frecuencia feísimas esculturas, de las que cabe muchas veces la sospecha de que se encargaron a algún amigo del alcalde en lugar de plantar allí un grupo de árboles o arbustos, lo que habría salido sin duda mucho más barato?

Y sobre todo, si nos fijamos en el campo, ¿por qué no se toman en todas partes medidas cada vez más urgentes contra la desertificación del suelo, fruto muchas veces de la sobreexplotación ilegal de los acuíferos en busca de lucro rápido y fácil por parte de algunos?

Siempre me ha sorprendido que, precisamente en uno de los países que más lo necesita, no exista un partido ecologista fuerte como el que existe, por ejemplo, desde hace ya mucho tiempo en Alemania, y que los partidos tradicionales parezcan, lo mismo aquí que allí, mucho más preocupados por el empleo en la industria del motor que por la destrucción del planeta.

Acabo de atravesar en coche toda Francia, camino de España, evitando las autopistas y he pasado por bosques frondosos, glorietas adornadas con todo tipo de árboles, calles de pueblos y ciudades pequeñas flanqueadas de arriates , y me ha dado una sanísima envidia.