Las primeras noches septembrinas son tan anímicamente álgidas como el momento en que te confiesan la existencia de un planeta marrón. Estos asteroides, poco conocidos por los terrestres comunes, son objetos hallados a medio camino de tu mundo y las estrellas; difíciles de distinguir, te hacen sentir como una estrella pequeña -enana roja-, muy similar a estos diminutos planetoides cobrizos, de volumen más elevado por el cabreo del desconocimiento de su propio universo: el nuestro.

El mes de septiembre tiene un norte que se nubla pensando en los recuerdos del sur de la memoria. Insinuaciones de colores y miradas que dejan paso a una subida escarpada en la cual el cercano otoño nos despertará, con su elegancia decimonónica, con un ajuste de cuentas por los versos convertidos en fotogramas compartidos en el silencio de una sala oscura, para continuar con el requerido retorno y reencontrarnos, de nuevo, por el camino que nos dirige al mar: esa visualización que lo inunda todo en los momentos más arduos de navegación hacia el puerto más deseado: la ilusión.

Debo confesar, iluminado por esta luz que tiene la ciudad en esta época con erre, que las demoliciones en esta urbe - demoler, uso de un verbo irregular que en Málaga se conjuga de forma connatural-, aún siendo funcionales, me provocan un impacto nostálgico sin ánimos de frenar un futuro más complaciente para esta urbe.

La plaza de la Merced, después de una historia con tantas vicisitudes, reemplaza parte de su esencia, la de los imborrables días de cine que nos inspiraron el Astoria, Victoria, Andalucía... Una película que se tituló durante décadas Cinema Paraíso hasta que llegó su final y nos vallaron los créditos. Existen los planetas marrones y las enanas rojas. Qué grandes estrellas se estrecharon en tanto poco espacio. Adiós a un tiempo.