Supo a oro. A la palabra blanca se le ha apagado la luz ayer un poco. En nuestra cultura, al contrario que en algunas del lejano oriente, la muerte viste de negro. El sol de Málaga ahí fuera, una vez más, y se oscurece en la pantalla del móvil la sonrisa de Blanca Fernández Ochoa, congelada, como lo estará en el corazón de sus hijos, de los suyos, ya para siempre. Su medalla de bronce en la prueba de slalon en los juegos olímpicos de 1992 nos supo a oro. A los andaluces, que no estamos hechos para el invierno, su sonrisa en el podio nos pareció de oro.

Blanca rozaba ya los 30, pero su sonrisa en el podio de Albertville, Francia, entre aquellos 1.801 atletas de 64 países, la hacía parecer una muchacha, casi una niña con esos característicos ojos suyos que parecían dibujados por Miyazaky. Poca costumbre teníamos aún en este país de apuntarnos las medallas de los nuestros, como si en realidad corriéramos, saltáramos, golpeáramos, lanzáramos, nadáramos hasta caer exhaustos con el corazón fuera del pecho en la competición más importante del planeta como ellos. Cosas del orgullo y la identificación con el que resulta victorioso, con la que lo consigue, con el sueño de vivir a través del otro el sueño hecho realidad. Por entonces caían pocas medallas, muy pocas, en algunos deportes ninguna, y la autoestima delegada que provocaban las olimpiadas en quienes nos sentíamos representados por los atletas de su misma nacionalidad cuando se subían al podio era inexistente o escasa. Por eso la medalla de oro que había conseguido el hermano mayor de Blanca, Paquito Fernández Ochoa, también en esquí, 20 años antes, en los Juegos de Saporo (Japón), en los primeros Juegos de Invierno que se celebraron fuera de Occidente, convirtió a Paquito en un extraterrestre. Aún hoy, ningún español ni española ha obtenido otra medalla de oro en los deportes de nieve en ninguna de las Olimpiadas que se han celebrado después. En aquellos juegos nipones participaron 1.006 atletas de 37 países, casi sólo la mitad de atletas y países de los que participaron en Albertville, cuando Blanca se hizo con el Bronce.

Francisco Fernández Ochoa murió demasiado pronto. Le homenajearon en su pueblo natal, en la sierra madrileña, en Cercedilla, en octubre de 2006, donde lo celebró junto a sus orgullosos paisanos y a las autoridades derrochando fuerza y sonrisa desde su silla de ruedas, bregando por dentro con su cáncer linfático. En noviembre murió con apenas 56 años.

En aquel último homenaje le honraron con una estatua donde Paquito, cómo no, sonríe con las manos en alto como lo hizo cuando superó el slalon especial que le dio la medalla de oro. Parece un poco la del Rocky de la película aunque abrigado, con gorro y los guantes de esquiar, mucho menos voluminosos que los de boxeo.

Cercedilla volvía estos días a salir a la palestra porque allí estaba aparcado el coche de Blanca desde hacía unos 20 días. Si se confirma, que hay que ser muy prudentes y elegantes en las informaciones que se dan cuando alguien conocido aparece muerto y siempre, alguien que se topó con ella la vio besar la estatua de su hermano y persignarse antes de subir a la montaña desde la que, la autopsia dirá en qué circunstancias, todo parece apuntar que se despeñó. Esta vez sin los esquíes... Descansa en paz, campeona.