Son las once y cuarto de la mañana y el calor es ya una férula que atenaza y a la que hay que sobreponerse. En la terraza de un café, el escritor y director de museos Elías de Mateo conversa con un amigo sobre la calle Larios y la historia de Málaga y a lo lejos veo pasar a María Victoria Atencia, poetisa multipremiada y señorial, ataviada elegantemente de blanco y que tras curiosear un escaparate entra en la cafetería, que a esa hora bulle llena de turistas en bermudas, oficinistas somnolientos, señoras que vienen de la compra y obreros en la hora del bocadillo, bocadillo que aquí es pitufo, mixto preferentemente. Un japonés pide un churro por señas. Imaginen. Un señor que se parece a Echegaray lee un periódico de Álava. Para que en un café se conspire bien, las mesas han de ser de mármol o de falso mármol y las sillas de madera y corte clásico. Ninguna idea buena puede venir de la decoración minimalista y metálica, que invita más a sonseguirse con el teléfono o al psicoanálisis que a conversar y criticar. Si la cosa va de ligoteo es preferible que el sillerío sea estilo sofá de terciopelo, si bien, el tono no ha de ser rojizo para que el establecimiento no adquiera estética de burdel. No es plan. Abandono la zona de calle Compañía, no vaya a ser que solo vea a escritores y enfilo hacia la plaza de la Constitución, cuyo suelo más central, acementado y desnudo bajo el solazo es una parrilla ideal para freir viandantes, que luego podrían ser servidos en bandejas gigantes al Dios del verano, que los devoraría con delectación para defecarlos luego en alta mar.

El gerente de una empresa municipal me dice hola jovialmente. Adiós, respondo al vuelo, tentado de ir a encalomarme alguna gollería en la nueva Canasta, en calle Granada, donde observo el progreso cierto del nuevo hotel, el Palacio de Solecio, que está quedando de maravilla. Tal vez me decida por una empanadillita de carne, recuerdo que en Madrid las llamaban agujas. Igual aquí también. La gente iba a la cafetería y pedía una aguja y un cafelito. A mí aquello me extrañó bastante, hasta que vi lo que en realidad eran las agujas, ya digo, el crujiente hojaldre de masa semidulce pero no empalagosa y carne picada por dentro. Mechada, no. A estas alturas del paseo se suscita la potente pregunta de qué hago paseando, pero no hay sitio en el Madrid, no se ha inventado la teletransportación y la playa queda lejos. Camino del nuevo Carrefour Express de calle Especería me roza el patinete de un nota y agradezco estar vivo y entero y reflexiono sobre lo súbito y lo inesperado, estás tan pancho, haces un mal gesto y un patinete te desencuaderna cuando tú estás tan tranquilo en una zona peatonal. Un niñato me saca de esos pensamientos, ya que va dando gritos, «prefiero mil veces a Kant que a Spinoza». Joder con la juventud iletrada. Querría sentarme «a ver pasar el agua», que diría María Victoria Atencia. Pero septiembre ya está aquí con sus obligatoriedades. Un cartelón anuncia ofertas para la vuelta al cole. No veo gaviotas, camino hacia la parada del bus y pienso dónde colocar la palabra sicofante. Bolardos en la esquina.