Aquí estoy de nuevo frente a la pantalla del ordenador, una nubosa madrugada de sábado, cuando septiembre avanza perezosa y aburridamente. Son nubes absurdas, que no traen sino un aspecto de suciedad al ambiente, los árboles están muertos, no existe ni el más mínimo soplo de brisa y en el ambiente hay como una especie de masa pesada y asfixiante. No es que me haya levantado con la melancolía propia del final del verano, sino simplemente lo que en el dialecto «malaguita» - que se pierde irremisiblemente entre la gente joven - se llama «plasta». Esa es la definición, una inmensa plasta, en todos los sentidos.

Supongo que con el ferviente deseo de elevar el tono vital circundante, rememoro la última mañana de vacaciones, en la que también para huir de incendios, paro, carnes mechadas repugnantes, que uno ha comido y que le han obligado a tomar antibióticos durante diez días - es asombroso, hago un largo inciso, el arte de algunos medios para desviar la atención de la responsabilidad de algún organismo público en una catástrofe, cuando en ese organismo gobierna la izquierda, me refiero al Ayuntamiento de Sevilla y su no inspección durante años en la empresa Magrudis, hacia la Junta, por el simple hecho de que allí gobierna milagrosamente la derecha- un verano que, en definitiva, no ha sido el más feliz de mi vida. Y mira que los ha habido malos...

Bien, la última mañana de mis vacaciones me fui a dar un largo paseo por Triana y Vegueta, en Las Palmas. Suelo hacer siempre el mismo recorrido en estos mis paseos solitarios, cuando estoy allí y se los cuento por si alguno de ustedes tiene interés, o curiosidad en hacerlo. Tras tomarme un refresco en el maravilloso quiosco de la esquina del Parque, obra de Rafael Massanet, comienzo por la iglesia de San Telmo, en la esquina del parque del mismo nombre y la calle Real de Triana. Es un edificio que en su estilo de ermita canaria no deja adivinar la belleza que su pequeño interior encierra. Los ojos se acostumbran rápidamente a la penumbra y descubren el deslumbrante retablo mayor que, en su barroquismo delirante y virreinal, propio de Quito, o Lima, exalta a una Inmaculada, atribuida a Alonso Cano, cubierta por un artesonado mudéjar bellísimo, del que cuelgan maquetas de veleros, como ofrendas votivas de algún hecho marinero. Es curioso el número y la calidad de los artesonados mudéjares que hay en las islas, realizados en la época de la conquista y que han sobrevivido al tiempo. A pesar de los ataques de los siempre benefactores piratas holandeses, e ingleses, que fueron rechazados como buenamente se pudo, en Canarias no ha habido una sola guerra en quinientos años. Ni una. Y eso conforma el carácter. Y el patrimonio sobrevive. Piensen e intenten hacer un recuento de lo ocurrido en suelo peninsular durante ese tiempo.

Camino por Triana, el espacio en el que, a pesar del desarrollismo de los sesenta y alguna otra barbaridad reciente, sobreviven obras muy serias de la pléyade de grandes arquitectos canarios modernistas, eclécticos, neocanarios y racionalistas, muy desconocidos en la península, como casi todo lo de allí. Grandes arquitectos como Fernando Navarro, Rafael Massanet, Miguel Martin-Fernández de la Torre, hermano del gran pintor Néstor, Ponce de León, Laureano Arroyo, o peninsulares maestros como Secundino Zuazo. En esas calles nacieron, o vivieron, o escribieron, o participaron en tertulias grandes escritores, también desconocidos aquí. Desde el mejor novelista español del XIX, Pérez Galdós, a Cairasco de Figueroa, Tomás Morales, Alonso Quesada, los Millares, Padorno, Sánchez Robaina, en tertulias liberales y muchas veces masónicas, cuando Las Palmas a partir del XVIII se convierte en una sociedad pujante y rica gracias a los ingenios azucareros.

Pasamos por la calle Cano, la de los Malteses -qué comercio pujante hubo en esta ciudad para que los malteses, que toda la vida fueron grandes comerciantes marinos y también un poco piratas, creadores del pabellón de conveniencia en los barcos, tengan una calle aquí- y llegamos a la bellísima plaza de San Francisco. Entren en la iglesia del mismo nombre, obra de portugueses y genoveses, contemplen a la Soledad, vestida de luto como Mariana de Austria en los cuadros de Carreño de Miranda en el Prado, talla de un imaginero desconocido, perteneciente a esa línea de vírgenes del XVI, que empieza en Sevilla con la Virgen de los Reyes, pasa por la del Rocío y llega aquí con ésta, sin olvidar las del Pino y Santa María de Guía. Son vírgenes flamencas claramente, me refiero a Flandes, claro, cuya presencia en estas tierras solo puede obedecer al comercio con el norte europeo. La iglesia de San Francisco encierra una notable colección de José Luján Pérez, imaginero de un muy serio nivel artístico, desconocido en la península, coetáneo de Salzillo en los finales del XVIII y que constituye un verdadero misterio para mis entendederas: ¿cómo es posible que este hijo de campesinos, nacido en Guía, donde Camille Saint-Saens pasaba los veranos, que jamás estuvo en la península, ni conoció a Salzillo, pudo esculpir de una forma tan semejante? Yo no conozco ni un grabado que reproduzca la obra del murciano y que haya llegado a Canarias.

A la izquierda el envidiable, modernista y bello Gabinete Literario, el hotel Madrid, en la plaza de Cairasco, crucen el antiguo barranco de Guiniguada - qué eufónicos son muchos topónimos guanches- hoy convertido en avenida, dejan a la izquierda el hermoso teatro Pérez Galdós, con sus frescos de Néstor, pasan igualmente el teatro Guiniguada, con frescos de mi querido Fernando Álamo y entran en el pasado, en Vegueta, en un mundo señorial, de calles adoquinadas en el silencio, casas que encierran tesoros como frescos de Eliseo Meifren, palacios, iglesias en penumbra, conventos, de vez en cuando se oyen campanas -campanas de Vegueta, como cantan allí- la calle del Espíritu Santo, con el bellísimo templete neoclásico, en que el sonido del agua resbala por la piedra, las ermitas en las que rezó Colon, el genocida, según los genios de Stanford, la plaza de Santa Ana, perfecta en sus dimensiones y en su trazado, con la Catedral y enfrente el Ayuntamiento, las Reales Audiencias, con portada de castillos y leones, la plaza del Pilón Nuevo, donde un chico toca un viejo violín, sentado en la escalera trasera de la Catedral, junto a la falsa Casa de Colón, el pasaje de Pedro de la Algaba, que me tiene enamorado, junto a la calle de Los Balcones, que lleva directamente al océano. Casas y palacios de clarísima influencia andaluza, con piedra de la cantera de Arucas, cortada milimétricamente por maestros canteros, alternadas con la cal, las balconadas de durísimo y resistente pino canario, celosías andaluzas y ventanas de guillotina holandesas, e inglesas, según dicen, pero que realizaron carpinteros portugueses, patios de columnas de madera, o de cantería, todo es de una belleza irreal y oculta. Desconocida. Camino por las calles y me cruzo con muy poca gente. Las ventanas suelen estar cerradas. Hay un cierto aire de la Andalucía castellana de Úbeda y Baeza. No conozco la razón, seguramente tortuosa y mal interesada del porqué Vegueta no es Patrimonio de la Humanidad.

Las puertas de la Catedral están abiertas y se oye el órgano y un coro, que no suena mal. Entro y se está celebrando un oficio religioso. Las delgadas y esbeltas columnas remedan a las palmeras y se abren en el alto techo, creando una hermosa red de nervaduras, que destacan el color de la piedra negra sobre el blanco del fondo. No hay coro. También era de piedra de cantería y lo desalojó el obispo Pildain -qué manía tienen los obispos actuales con el lugar que ocupa el coro, cuando las catedrales están medio vacías- en una decisión errónea y mal aconsejada. Actualmente está situado en la calle Obispo Codina, como una muestra de arquitectura urbana sin sentido, pero que he de reconocer que es una obra neoclásica magnifica de Lujan Pérez, que le da a la calle un delicioso ambiente romano.

Decido terminar mi paseo en el Centro Atlántico de Arte Moderno, visitando una exposición de César Manrique, Universo Manrique. No está mal, es un recorrido por la obra urbana, que llevó a cabo en Lanzarote, pero he de confesar que me deja un poco frío, a pesar del mundo telúrico y volcánico. Compro a la salida el libro Correspondencia Millares-Manrique. Y aquí tengo que decir algo. Escribía Donald Tuspik en un ensayo sobre el arte y el imperativo moral que había dos actitudes bien distintas dentro del arte moderno: la representada por el artista moralizante, denunciador a través de sus creaciones de los problemas de la sociedad, y la de aquel otro caracterizado por una visión del arte que es puramente estética. Esto lo recoge el prologuista, José Luis de la Nuez. Bien. Millares fue un hombre muy amargado, triste, muy de izquierdas, comprometido, como se decía entonces, con una obra realmente importante, que no sé cómo envejecerá, fundador del grupo El Paso, un artista de relieve universal. Manrique fue un hombre vitalista hasta extremos increíbles, emocionado y emocionante, telúrico, amante del viento, del océano y de la fuerza de la Naturaleza, con una obra enraizada y nacida de las propias entrañas de los volcanes de Lanzarote, al que a veces, con razón, se le consideró como colaborador del Régimen. Desde el respeto a todas las opiniones, me pregunto ¿quién llevó a cabo una obra que real y ciertamente ayudara al desarrollo de un pueblo, a salvar una arquitectura, a negarse en redondo a las mixtificaciones y a las componendas? ¿Quién realmente consiguió que en aquella isla se llevaran a cabo el menor número de barbaridades arquitectónicas y urbanísticas de todo el Archipiélago? ¿Quién puso a Lanzarote en el mapa de la cultura? Acompañado por cierto por otro grandísimo arquitecto, Fernando Higueras, también vitalista, vividor, amante de los placeres y con una cabeza portentosa. A la muerte de Cesar, las cosas cambiaron. Ahí dejo esas interrogantes. Solo voy a decir para terminar que ojalá todas las islas y todos los pueblos de España hubieran tenido un hombre como César Manrique. A veces las etiquetas y las definiciones ideológicas no hacen más que confundir.