Al final de su maravilloso libro-reportaje, Cenando con Mugabe, la periodista Heidi Holland consigue una entrevista con el tirano, veinte y pico años después de su primer encuentro, una entrevista que se va poniendo tensa por momentos, y le pregunta como quisiera ser recordado. La respuesta es perfectamente predecible: «Como el hijo de un campesino que, junto a otros, sintió la responsabilidad de luchar por su país y lo hizo lo mejor que pudo». No hay dictador -apenas no hay político - capaz de reconocer que ha llegado al poder no por íntima vocación de servicio, sino porque lo ansiaba terriblemente. Robert Mugabe, fundador de la República de Zimbabue, muerto hace unos días a los 95 años, prócer y asesino de masas, héroe nacional y ladrón a manos llenas, no es una excepción, pero cumple macabramente la regla.

Incluso después de su muerte -apenas al cabo de dos años de ser depuesto por sus propios compinches- se han podido leer, en África y en Europa, elogios siempre hipócritamente matizados. Qué pena con Mugabe, con lo estupendo, valiente, lúcido que era en 1980. Los apologetas esgrimen a menudo los resultados económicos y el crecimiento del bienestar social durante sus primeros diez años de gobierno. Después, supuestamente, se volvió loco. Me parece más convincente la explicación de Holland, Geoff Hill y otros críticos: Mugabe siempre fue Mugabe, es decir, un mesías vocacional que se arremangó como un matarife cuando lo creyó necesario. Se cuidó en simular un régimen pluripartidista, pero en realidad lo suyo -reforma constitucional incluida- fue un inicialmente un presidencialismo autoritario que llevaba la semilla de una dictadura feroz, cleptocrática, delirante. Cuando su pésima gestión encendió el malestar en Zimbabue lo acaudilló y destruyó las granjas que mantenían y explotaban los blancos instalados en los tiempos de Rhodesia, y en muy poco tiempo el país pasó de exportador de granos a padecer hambrunas. En este terrible tránsito, por supuesto, Mugabe se convirtió en un gran terrateniente. Al fin y al cabo, ¿no había sacrificado su juventud por la patria? En los años de supuesto esplendor, en los ochenta, Mugabe diseñó una campaña de terror desde todas las instancias del Estado contra la Unión Popular Africana de Zimbabue, un partido marxista leninista, que costó 30.000 muertos. «No sé de esas personas, no sé nada de esos muertos€ ¿Quiénes era esos muertos? ¿Los conoce usted?», le espetó a un periodista aterrorizado.

Existen razones para el mantenimiento de Mugabe como mito. Holland detecta inteligentemente un motivo central para que continuara siendo invitado y agasajado por gobiernos de izquierdas y movimientos de liberación en África y no solo en África (Fidel Castro lo abrazó y lo elogió llamándole su hermano). Reconocer que Mugabe era un asesino, un déspota, un gestor desastroso, era reconocer el fracaso de Zimbabue como proyecto político, era reconocer que la independencia había sido un desastre económica y socialmente, era derribar un héroe cuyo nombre había vibrado en todo el continente. Zimbabue podría agonizar, pero el mito no podía ser mancillado. Y así ocurrió hasta el final: un noble símbolo parasitando un país.