En Vigo (donde a veces el periódico decano me publica estas prosas traducidas al gallego porque entre los volubles dioses debe haber alguno que me tiene verdadero cariño), han empezado a instalar las luces de Navidad. Al alcalde, Abel Caballero, no se le hace tarde para esa carrera de la luminotecnia que parece consistir en tener más luces que nadie y encenderlas lo antes posible para asombro de propios y extraños, sobre todo de extraños.

En mi sur, este sur donde aún no ha llegado la gota fría y todavía es grato ir a encontrarse con el mar, en la panadería de mi calle ya hay borrachuelos y mantecados. Lo mismo que con la noticia de las luces de Vigo (diez millones de lámparas led, 2.700 arcos de luces, 465 árboles relucientes y 334 calles iluminadas, dicen las crónicas), al verlos me dio un ataque de ancronismo. Cuando yo era chico, ponga usted unos cuarenta y cinco años atrás, los borrachuelos los hacía mi madre el día de la lotería, el 22 de diciembre, que era cuando, y nunca antes de esa fecha, empezaba la Navidad. Y todas las vecinas hacían lo mismo. Todavía no había llegado la costumbre de los viajes de fin de curso que vino algunos años más tarde y aquellas ventas de papeletas primero y directamente de las cajas de "Surtidos de Estepa" después. Aún era todo algo más tradicional, más racional, más a la medida del ser humano. Pero aquello pasó y ahora todo es de otra manera.

Para los niños de mi generación era una fiesta, una auténtica fiesta, andar aquella tarde del 22 de diciembre (cuando ya nuestros padres confirmaban en los periódicos vespertinos que traían la lista tomada "de oído" que ese año tampoco les había tocado "el Gordo") de casa en casa probando lo que hubieran hecho en cada una de ellas. Un borrachuelo aquí, un rosco de vino allá, y un empacho importante al día siguiente. Pero todo tenía, ya digo, un sentido lógico, esa "naturaleza de las cosas" que las hace ser oportunas en su momento y totalmente grotescas fuera de ellas, como comerse medio kilo de borrachuelos bajo un sol todavía de verano.

Hace años que venimos empalmando celebraciones muy antinaturalmente. Pasamos de la playa a la Navidad saltándonos el otoño, y luego empalmamos la Navidad con los carnavales, los carnavales con la Semana Santa, la Semana Santa con la playa. Sin pausa, sin reposo, pero con mucha mercadería y todo tan deprisa como marcan los tiempos que vivimos, unos tiempos locos en los que creemos que llegamos tarde a todo, que nada va a estar allí si no nos damos prisa en llegar para, de inmediato, salir corriendo de nuevo y hacer un selfie en la siguiente parada.