La bondad se comporta como unas ondas concéntricas en la superficie del estanque: sus efectos se manifiestan en puntos alejados del foco de la misma manera que en su inmediata vecindad. La bondad, a diferencia de otras virtudes más llamativas, suele ser discreta y aflorar sin estridencias, por más que sus acciones dejen una huella perdurable. Puede que por eso no le prestemos tanta atención como debiéramos.

Cuando un maestro está tocado por este don, el efecto multiplicador alcanza proporciones asombrosas debido a la especial naturaleza de su trabajo. Una carrera docente prolongada hace que sean muchas promociones las beneficiadas por el influjo de un buen profesor. No sólo sus alumnos: también las familias de éstos percibirán en sus propios hijos las señales de un magisterio ejemplar.

Por eso no sorprende saber que cuando Albert Camus recibió el premio Nobel de literatura en 1957, pensó de inmediato en su viejo profesor. Le escribió entonces una célebre y emotiva carta con el fin de «corroborarle que sus esfuerzos, su trabajo y el corazón generoso que puso en ello continúan siempre vivos en uno de sus pequeños escolares», carta que fue publicada en su libro póstumo El primer hombre.

He tenido la inmensa fortuna de conocer a uno de esos maestros extraordinarios, pues mis hijos han pasado por su aula. A diferencia de Camus, es poco probable que mis vástagos alcancen el Nobel, pero, en el remoto caso de que eso sucediera, me temo que no podrán agradecer a su maestro sus cariñosos desvelos, por culpa de una muerte demasiado temprana. Pero estoy seguro de que lo tendrán muy presente en su memoria. Con toda nuestra gratitud, descansa en paz, Juan Antonio García Sánchez.