La no negociación de la izquierda ha sido un diálogo de besugos. El PSOE y Unidas Podemos se han sentado y vuelto a levantar unas cuantas veces de la mesa para intentar hacernos creer que existe una firme y generosa voluntad de diálogo que el interlocutor no está dispuesto a aceptar. Así han transcurrido las horas y los días. Si en julio el acuerdo era un trágala, en septiembre ha terminado por convertirse en un imposible. Los que no disimularon han demostrado disponer de una capacidad política equiparable a su desesperación. Esto ha sido un auténtico bodrio de líderes jugándose el prestigio y la suerte del país a la única carta del tacticismo: por un lado, un presidente en funciones que solo está dispuesto a torcer el brazo del socio, que supuestamente ha elegido, humillándolo; por otro un interlocutor que únicamente parece preocuparse de las poltronas del poder y que pretende formar parte de un gobierno de coalición de España alineándose abiertamente con sus enemigos independentistas. Sánchez pudo pactar a derecha y a izquierda: descartó la primera opción y en la segunda optó por un paripé. Su único propósito consiste en ampliar en las urnas una mayoría que probablemente no resultará suficiente y devolverá un panorama similar al que tenemos en estos momentos. La izquierda se ha sentado y levantado de la mesa sin ánimo de llegar a un acuerdo, pero en las expectativas que arrojan los sondeos no se percibe un castigo para ella. Los socialistas, que han perdido la oportunidad de exhibir cintura y pactar, son premiados y crecen. Los populistas de izquierda, que no ofrecen otra perspectiva que la desestabilización constitucional, se mantienen. Entre los invitados de piedra de la derecha solo el PP sube: el bloque España suma vuelve a restar. Los supuestos votantes de centro encuentran, al parecer, en Sánchez una explicación que cuesta explicarse, por muchas y distintas razones.